La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

5 de abril de 2013

El Partido Progresista contra Isabel II

Proclama revolucionaria progresista, Guadalajara, 1869 (Archivo La Alcarria Obrera)

El Partido Progresista, heredero de los exaltados del Trienio Constitucional, unió su suerte al trono de Isabel II, a pesar de los desdenes repetidos y del evidente desafecto de la reina y su madre hacia el partido y hacia alguno de sus más destacados dirigentes, como Baldomero Espartero. La ingratitud de la corona no erosionó el apoyo de los progresistas hacia el régimen isabelino y hacia la monarca, mientras uno y otra se mantuvieron dentro del marco del liberalismo. Sin embargo, después de la caída de la Unión Liberal de Leopoldo O’Donnell, la monarquía isabelina inició una deriva hacia el autoritarismo que dejó sin margen de actuación al partido progresista. En los procesos electorales de 1863 y posteriores los candidatos y líderes del partido optaron por el retraimiento ante la falta de garantías de limpieza en el proceso electoral, como se muestra en el texto que ahora añadimos, en el que el Comité Central progresista se ratifica en su ausencia de los comicios, posición que es apoyada expresamente por el general Baldomero Espartero que, en el último párrafo de su respuesta, avanza que la actividad insurreccional iba a ser la estrategia de la oposición liberal y democrática al autoritarismo de Narváez y González Bravo.

MANIFIESTO DEL COMITÉ CENTRAL PROGRESISTA
Al partido progresista.
La nación española, grande por sus glorias y libre por sus tradiciones, fue en 1863 convocada para asistir á una de esas luchas políticas en que la elección por distritos, los grandes electores y la impunidad permanente, bastardean el régimen constitucional, unciendo nuestra grandeza y libertad al carro de la teocracia. En presencia de farsa tan repetida, el antiguo Comité Central aconsejó á nuestros correligionarios el retraimiento; y su voz, inspirada por el santo amor de la patria, por el más puro respeto á la dignidad política y por el firme propósito de que los escépticos luchen solos con la reacción, fue unánimemente acogida por cuantos profesan el gran principio de la Soberanía Nacional.
Disueltas las Cortes y convocados nuevamente los comicios, el antiguo Comité Central resignó los poderes, proponiendo á su leal partido la elección de otra junta más numerosa para decidir la actitud conveniente en la próxima farsa electoral de 1864. El partido progresista ha seguido tan saludable consejo; y hoy su nuevo Comité Central, nacido del sufragio más libre, y constituido según las prácticas más puras, va á manifestar su opinión después de haber discutido amplia, tranquila y solemnemente la cuestión de retraimiento.
Empero antes de trasmitirla, el Comité Central cree justo recordar el heroico esfuerzo que la última minoría progresista hizo en el Congreso para prevenir el descrédito en que la influencia moral hace caer al sistema representativo, para contener á la teocracia en su triunfal carrera, para cerrar el repugnante mercado de las conciencias, y poner, ora clara y explícita, ora reticente é insinuativa, los ojos de la patria fijos en el origen de sus males. El Comité paga á minoría tan laboriosa este justo recuerdo; y haciendo suyo cuanto ella dijo, y hasta lo que la fue forzoso callar, aprende en la infecundidad legislativa de nuestros últimos combates parlamentarios que todo se esteriliza en el campo del oscurantismo, y todo se estrella en los obstáculos tradicionales.
Y no basta para contener el curso del mal que cambie la decoración, aquí donde el drama es siempre el mismo. No bastan, para impedir la propagación de la gangrena política, el clamor incesante de la opinión y el vuelo majestuoso de la ciencia, aquí dónde la libertad se pierde en ese dédalo reaccionario que impide el decantado turno pacifico de los partidos en las esferas del poder. No basta, para enfrenar los desatados elementos de la mogigatocracia, la elección de Cámaras populares, aquí donde el Senado sirve de valladar a nuestros triunfos en los comicios. Y ni aun bastarían, en esta patria infortunada, la unánime opinión de los electores y el supremo esfuerzo de todos para hacer tremolar en el Congreso la enseña de la libertad, aquí donde un Gran Elector usurpa al pueblo la prerrogativa constitucional de elegir libremente por sí los diputados, y hace que las Cortes sean hechura de los mismos gobiernos á quienes deben residenciar.
¿A qué ocultarlo? El catálogo infinito de coacciones, de amaños y de escamoteos electorales, parecía no tener fin en el último manifiesto del anterior Comité; y sin embargo, aquel cuadro de ilegalidades aumenta bajo el imperio del novísimo derecho penal de elecciones. Con efecto: ese campo electoral que nuestros contrarios nos ofrecen, es el campo que durante largo tiempo vienen preparando con las dificultades y asechanzas de una asfixiante centralización administrativa, en que las reclamaciones se estrellan contra ardides de oficina ó se evaporan en el hastío de los tribunales. El cuerpo electoral, que se nos da como arma de combate, está inmovilizado por un indefinible statu quo del censo, viene sirviendo de blanco á la coacción, de meta á la venalidad, de arsenal á la osadía; y como es punto de cita para los déspotas, para los trásfugas y los burócratas, el progreso triunfa solo en poblaciones fuertes por su grandeza, independientes por su fortuna, civilizadas por el genio del progreso é inscritas en el sublimé libro de la libertad.
Esto no basta á los planes de la reacción: sus ministros montan oficinas electorales, que, bajo su dirección, reparten la benevolencia oficial, y hacen del telégrafo el rayo del anatema gubernativo, viniendo por tan vedados caminos á tener Congresos de real orden. ¡Qué más! Los tornillos de la máquina electoral no están aun bastante apretados; y para que su presión sea más eficaz, se ciñen a la elección por distritos, que muchos de nuestros adversarios se avergüenzan de conservar, hasta el punto de haber propuesto sustituirlos con las grandes circunscripciones, tan próximas á la elección por provincias que, con la reducción progresiva del censo electoral, son el único sistema aceptable para el partido progresista.
Imposible es que nos asociemos al propósito de acabar con el sistema representativo. ¿Qué importa se nos halague con la esperanza de turnar pacíficamente en el mando? ¿Qué importa se nos brinde con una estricta legalidad? ¿Qué importa que al halago suceda la amenaza de colocarnos fuera de la ley? ¿Qué importa que desoídos por nuestra dignidad, los contrarios se abracen al neo-catolicismo? Se nos halaga con el turno pacífico en el gobierno, y los obstáculos tradicionales son el reaccionario grito de guerra, cuando la opinión pública señala al partido progresista como única tabla de salvación en las tormentas, que rugiendo, pasan y vuelven sobre la patria amada. Se nos brinda con legalidad en las elecciones, y no bien articulada la promesa, suenan los nombres de gobernadores ante cuyo recuerdo la estatua de la ley se estremece, el derecho electoral abdica y la esperanza de todo bien desaparece. Se nos amenaza con ponernos fuera de la ley si no luchamos, y aparentan desconocer que nuestro estado normal es vivir fuera de los Consejos de la Corona, y olvidan que no usar del sufragio es acto licito en la moral y legitimo en el derecho, y no recuerdan que nuestros mayores nos legaron el Código del martirio que todo buen progresista lee con los ojos fijos en la Providencia.
Se abrazan al destino neo-católico nuestros adversarios, porque nos hacemos fuertes en nuestro derecho, en nuestra dignidad, en nuestro ostracismo; y rindiendo á la teocracia homenajes como el de la real orden sobre Instrucción pública, caen, incautos, en la hoguera reaccionaria y queman el gran libro de la civilización volviendo la espalda á Dios, que es fuente de progreso.
Sucédanse, en buena hora los halagos, las promesas, las amenazas y los conciertos temerarios: todo se estrellará en la pureza de nuestros principios, en la fuerza de nuestras convicciones. Unos y otras nos dicen que la gangrena consume al cuerpo electoral; que las ilegalidades son el derecho consuetudinario del moderantismo; que la sistemática conculcación de los principios esenciales del régimen constitucional, es ley en el turno gubernamental de nuestros contrarios; y que el retraimiento es medio eficaz para evitar el contagio de tantos males. La abstención, que ha fortalecido nuestra organización y ha roto tantas combinaciones ministeriales, volverá una vez más por los fueros de nuestra comunión política, impidiendo que los explotadores de nuestra exheredación nos hagan cándidos cómplices de las farsas electorales y evitará que nos gastemos en luchas estériles sin fin práctico trascendental, haciendo imposible que la historia confunda los triunfos alcanzados en las urnas por el poder, con los favores que la opinión pública dispensa solo á gobiernos de levantado espíritu y de noble aspiración.
Cierto es que, en principio, el progreso es la lucha, porque es el libre examen; la elección, porque es la expresión genuina de la soberana voluntad nacional; el no retraimiento, en fin, porque busca los mayores bienes en la concurrencia de las mayores actividades. Pero cuando partidos nobles y esforzados ven que durante largos años el grito de su indignación electoral y el eco de sus quejas parlamentarias se estrellan en obstáculos tradicionales, y solo viven para que varios motivos de su agravio se aumenten, crezcan y tomen gigantescas proporciones; cuando tal acontece á partidos como el progresista, su dignidad les manda no luchar en elecciones políticas.
En tales casos el retraimiento es un medio honroso, prudente y legal, de no adquirir mancomunidad en la legislación del país; es la acción interna del progreso, que lo prepara en paz silenciosa, contra la reacción teocrática, que cuenta con el más alto y poderoso apoyo; es el supremo recurso transitorio de los pueblos libres, cuando se hallan poseídos de justa indignación contra sentencias de sistemática exclusión, pronunciadas en odio de lo que no es amado por ser puro, y no es gobierno por ser nacional.
Para no venir á situación tan crítica, el partido progresista anunció en la tribuna y en la prensa el propósito de retirarse de la lucha electoral política, si las ilegalidades y la inmutabilidad no desaparecían del sufragio y del censo. La hora de esa justicia reparadora, que con tanta lealtad pedimos, no ha sonado todavía; el sistema odioso á la libertad permanece en pié sobre nuestro derecho, y no es digno, racional ni patriótico salir del retraimiento, con tanta unidad acatado y con tanta abnegación cumplido. Sigamos en situación pacifica, expectante; no concurramos á la elección de diputados á Cortes; dejemos la tribuna y la responsabilidad de cuanto sobrevenga á los causantes de nuestra abstención.
Y si á la historia de las elecciones moderadas se añaden hoy nuevas páginas manchadas con antiguos y nuevos escándalos; si continúa la corrupción en las esferas administrativas hasta sumir en el fondo del abismo la dolorosa suerte del país; si la disipación de los grandes recursos que el partido progresista allegó al Tesoro, causase la bancarrota que nos amaga; si, en fin, llega á desplomarse el edificio á tanta costa por nosotros imantado y sostenido, y los obstáculos tradicionales siguen ejerciendo su maléfica influencia, miremos, cruzados de brazos y con tranquila conciencia, las ruinas, aprestándonos á salvar de la demolición los elementos liberales de la grandeza nacional, como cumple á nuestra dignidad inmaculada y al amor santo que profesamos á nuestra patria.
Madrid, 29 de octubre de 1864.
Salustiano de Olózaga, Juan Prim, Pascual Madoz, Joaquín Aguirre, Ramón María Calatrava, Manuel Lasala, Carlos Latorre, Víctor Balaguer (representante de Barcelona), Ángel Gallifa (representante de Zaragoza), Eugenio Alau (representante de Valladolid), Laureano Figuerola, Marqués de Perales, Carlos Rubio, Francisco Salmerón y Alonso, Francisco Arquiaga (representante de Burgos), Nemesio Delgado y Rico, Pedro Martínez Luna, Juan Montero Telinge (representante de La Coruña), Joaquín Sancho (representante de Guadalajara), Eduardo Asquerino, Tomás
Pérez (representante de Huesca), Marqués de la Florida (representante de Canarias), Manuel Jontoya (representante de Jaén), Ginés Orozco (representante de Almería), Rafael Saura (representante de Lérida), Pedro Mata, Isidro Aguado y Mona, Francisco de Paula Montejo (representante de Pamplona), Telesforo Montejo, Estanislao Zancajo (representante de Ávila), Inocente Ortiz y Casado, Bonifacio de Blas y Muñoz (representante de Segovia), Vicente Fuenmayor (representante de Soria), Vicente Rodríguez, Manuel Pasaron y Lastra, José Reus y García (representante de Alicante), José Peris y Valero (representante de Valencia), Manuel Otero (representante de Pontevedra), Tomás María Mosquera (representante de Orense), Santiago Alonso Cordero, Eleuterio González del Palacio (representante de León), Camilo Muñiz Vega, Rodrigo González Alegre (representante de Toledo), Mariano Ballesteros, José Alcalá-Zamora (representante de Córdoba), Feliciano Herreros de Tejada (representante de Logroño), Antonio Collantes y Bustamante, Álvaro Gil Sanz (representante de Salamanca), José Hipólito Álvarez Borbolla (representante de Oviedo), Leandro Rubio (representante de Cuenca), Joaquín María Villavicencio (representante de Granada), Joaquín Muñoz Bueno (representante de Cáceres), Tirso Sainz Baranda (representante de Zamora), Joaquín de Ibarrola (representante de Ciudad-Real), José Gutiérrez y Gutiérrez, Francisco Javier Zuazo (representante de Palencia), Manuel María José de Galdo, General Contreras, Guillermo Crespo (representante de Tarragona), Manuel Ruiz de Quevedo, Ángel Fernández de los Ríos (representante de Santander), Juan Bautista Alonso, José Menjíbar, José Abascal, José Antonio Aguilar (representante de Málaga), Laureano Gutiérrez Campoamor (representante de Lugo), Rafael Saravia (representante de Murcia), José María Maranjes de Diago (representante de Gerona), Práxedes M. Sagasta, Manuel Ruiz Zorrilla, Francisco de P. Montemar y José Lagunero.

Señores del comité central progresista:
Recibo la atenta comunicación de ese comité del 28 del actual con su adjunto manifiesto sobre el retraimiento; y aunque profundamente agradecido á sus nuevas demostraciones de simpatía y afecto, no puedo menos de manifestar, que no habiendo desaparecido ni una de las poderosas razones que impiden mi presencia en la corte, me es forzoso insistir en mí anterior renuncia del honroso cargo de presidente.
No por eso dejaré de prestar mi más eficaz apoyo á cuantas resoluciones del comité tiendan á realizar las verdaderas doctrinas del partido progresista, único y leal depositario del sistema constitucional en su pureza.
Me adhiero con gusto á la primera resolución del comité, relativa al retraimiento en las actuales circunstancias.
Yo me hallo retraído desde el año 1856. La renuncia que entonces hice del cargo de senador, envolvía la protesta que mis principios me inspiraran de no contribuir, en cuanto excusarme pudiera, al orden de cosas que se restablecía, y que yo consideraba tanto más funesto para el Trono constitucional y para el pueblo, cuanto más se desviara de las prudentes bases sentadas en las sabias y libres instituciones que, armonizando los derechos y obligaciones recíprocas, y aplaudidas por la nación entera, sirvieron de gloriosa enseña para alcanzar nuestro triunfo en la sangrienta guerra, y de ancho fundamento á las saludables reformas que el espíritu del siglo y la razón pública reclamaban.
Los amantes sinceros de la libertad y del Trono constitucional, que con tanta constancia hemos defendido, no podemos menos de deplorar con honda pena los peligros que ambos corren en el día; pero ya que nuestras voces salvadoras sean fatalmente desoídas, retirémonos contristados y no seamos cómplices de su triste ruina.
Mas si para evitarla se nos ofreciere por la Providencia ocasión alguna propicia, ¿quién de nosotros no extendería sus brazos para salvar objetos tan queridos?
Reitero mis sentimientos de gratitud y afecto a los individuos de ese comité, ofreciéndome seguro servidor Q. B. S. M.
BALDOMERO ESPARTERO
Logroño, 30 de octubre de 1864

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