La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

15 de marzo de 2013

La religión al alcance de todos, de Rogelio H. de Ibarreta

Portada de La religión al alcance de todos, de Rogelio H. de Ibarreta (Archivo La Alcarria Obrera)

Las corrientes ideológicas más progresistas han tenido en la Iglesia Católica española a uno de sus feroces enemigos; las distintas tendencias socialistas y, en general, revolucionarias, han tenido que enfrentarse al anatema que se les lanzaba desde los púlpitos y a la represión que se excitaba desde los sectores religiosos, fuesen laicos o eclesiásticos. No es de extrañar que en España se haya producido una rica literatura anticlerical, respuesta a los ataques furibundos de quienes no sólo se creían en posesión de la verdad más absoluta, sino de quienes en nuestro país nunca habían visto erosionarse el ejercicio altivo del mando sobre una ciudadanía a quienes consideraban rebaño. De esa amplia batería de escritos anticlericales, destacan algunas obras como, por ejemplo, La religión al alcance de todos, de Rogelio H. de Ibarreta, que conoció un gran número de ediciones a lo largo del siglo XX. También en el exilio, la CNT sacó a la calle una edición, de la que reproducimos uno de sus capítulos, en el que se demuestra la incompatibilidad entre lo que nos dice la ciencia y lo que nos cuenta la Biblia sobre el origen del Universo y de sus fenómenos.

SEGUNDA PARTE
Los sacerdotes de la Iglesia comprendieron que una vez enterados los hombres de lo que real y verdaderamente es el Universo, si llegaban a leer la Biblia verían en ella todo cuanto vosotros acabáis de ver, pero al mismo tiempo no era posible privarles de toda noticia acerca de su Dios y de cómo formó el mundo, y, por tanto, compusieron todas esas Historias sagradas con las que enseñan a los muchachos y en las que se dice simplemente que Dios creó el Universo en seis días, De esta manera han salido de este mal paso, porque Universo se llama a lo que las Escrituras dicen hizo su Dios, y Universo se llama a lo que vemos ser el verdadero Universo, del mismo modo que Republica se llama a la República de Andorra, que es un pequeño valle, y República se llama a la República norteamericana, que es mayor que todas las naciones de Europa juntas.
En esas Historias sagradas no se os dice que vuestro Dios hizo la luz antes que el Sol o las estrellas, no se os dice que la Tierra es plana y está inmóvil, no se os dice que estamos en una cueva colocada debajo del agua, no se os dice que la Luna tiene luz propia como el Sol, ni que éste es más pequeño que la Tierra, no se os dice que vuestro Dios hizo otros hombres y otras mujeres antes de formar a Adán y a Eva, no se os dice que la manera que tuvo vuestro Dios de bendecir a los primeros hombres fue diciéndoles: Creced y multiplicaos, que es la bendición que conserva el pueblo de Israel, lo cual es muy diferente de lo que la Iglesia romana dice, de que es más agradable a Su Dios ser cura o monja que casarse. En esas Historias sagradas no se os dice eso ni una infinidad de otras cosas, porque sí continuáis leyendo la Biblia, continuáis encontrando desatinos que en vano han tratado en España el padre Scio y otros padres de hacer creíbles por medio de notas más disparatadas todavía que el texto, y que acaban de poner en ridículo a vuestro Dios.
Por eso a vuestros sacerdotes no les gusta que leáis la Biblia, porque si la leéis empezaréis a abrir los ojos y a comprender la verdad, y entonces los curas, que ganan diez, y veinte, y treinta mil reales por decir una misa por la mañana y enterarse de vidas ajenas en el confesionario, tendrían que dejar ese modo tan agradable de pasar la vida, y los canónigos, que ganan sus buenos miles por ir a dormir la siesta al coro de las catedrales, tendrían que despabilarse; y los obispos y arzobispos tendrían que dejar sus palacios y sus coches y sus miles y miles de duros de sueldo; y el Papa tendría que salir del palacio del Vaticano de Roma, palacio tan inmenso, que dentro de él hay museos enteros; palacio cuyos jardines, si quisierais recorrerlos a pie, os sería, imposible hacerlo en un día entero, y tendríais que subir en uno de los magníficos coches que usa el Papa para pasearse en ellos, como nosotros lo hemos visto por nuestros propios ojos.
Ese es el Sumo Pontífice que os dicen está prisionero, cuando en aquel enorme edificio no hay más guardias que sus propios guardias, con uniformes más ricos que los de nuestros capitanes generales, porque dentro de aquel palacio el Papa es dueño y señor absoluto.
Lejos de estar preso, el mayor placer del Gobierno italiano sería, verle salir de su palacio; pero no tengáis cuidado, que no lo hará mientras no lo echen de él. ¿Sabéis cuántas habitaciones tiene ese edificio en que vive vuestro Papa? ¿Serán cincuenta, o llegarán acaso a ciento? De seguro que no pasarán de quinientas. No os canséis en adivinar; porque os quedaréis cortos; porque en aquel palacio, además de su inmensa biblioteca, la más rica del mundo en manuscritos, cuyo valor es incalculable; además de sus museos, cada uno de cuyos cuadros o estatuas vale millones; además de sus capillas, una sola de las cuales, llamada Sixtina, es mayor que muchas catedrales; además de los talleres, en los que se fabrican mosaicos que valen sumas prodigiosas; además de sus salones, en cada uno de los cuales caben mil personas; además, en fin, de toda esa inmensidad, el palacio Vaticano, en el que vive el Papa de la Iglesia de Roma, contiene cuatro mil cuatrocientas veintidós grandes habitaciones, y seis mil quinientas ochenta y tres pequeñas, pero no tanto que no pueda caber una cama en la más pequeña de ellas. Total, más de once mil habitaciones.
Seguros estamos que no lo creeréis; pero si os mostrasen una escalera por la que con toda comodidad pueden subir una docena de personas de frente; si después os llevasen a otra tan grande como la anterior, y luego a otra, y otra, hasta ocho, todas igualmente inmensas y magníficas, empezaríais a suponer que esas escaleras monstruosas no se han hecho para subir a un cuarto de dormir; si después os cansaseis de recorrer escaleras más pequeñas, porque hay ciento noventa y seis; si os asomaseis a un patio en el que puede bailar la plaza de vuestro pueblo, y después a otro, y a otro, hasta veinte; si anduvieseis de habitación en habitación por horas enteras, hoy y mañana y al día siguiente, sin pasar dos veces por el mismo punto; si hicieseis todo eso, como lo hemos hecho nosotros, entonces quedaríais convencidos, como lo quedamos nosotros, de que aquel palacio es realmente el mayor del mundo.
Allí, los pintores más famosos que han existido no han pintado cuadros de una vara, ni de dos, sino las paredes y los techos de las habitaciones, ¿Qué decimos habitaciones? ¿Habéis oído hablar de Rafael? Pues Rafael fue un pintor italiano, el más grande que jamás ha producido la Naturaleza. El Museo que posee un cuadro de él se considera rico; una pintura de aquel gran maestro, aunque no sea más que de un palmo cuadrado, vale una fortuna de millones; pues en el palacio de vuestro Papa hay corredores cuyas paredes están pintadas por Rafael. La magnificencia de aquel edificio maravilloso es indescriptible; el valor de los tesoros que encima no es de millones, ni de cientos de millones, sino de miles de millones. Repitamos las palabras de Jesús: Los que tengan oídos, que oigan. ¡Once mil habitaciones para un hombre solo, y tantos infelices que no tienen un techo que les guarezca; y este hombre es el que pretende ser el representante de Cristo, que vivió de limosnas y ordenó a sus apóstoles no tener bienes!
¿Y sabéis de dónde viene todo ese lujo, todo ese aparato, mayor que el de ningún rey? Pues no viene de los millones que le da el Gobierno de Italia, porque con ellos no tendría el Santo Padre bastante para pagar a sus guardias y mantener sus caballos; viene de lo que vosotros, de lo que todos los millones de crédulos y engañados católicos pagáis; porque una parte de todo cuanto entregáis en las iglesias a vuestros curas se separa para mandarlo a Roma, para mantener esa magnificencia de que se ha rodeado a vuestro Papa, para deslumbrar a los que en peregrinación van a postrarse ante él y a besarle, no las manos, sino los pies.
II
Desde luego, comprendéis que Dios no puede haber escrito tantos desatinos corno hay en la Biblia, y, naturalmente, preguntáis: ¿Quién los escribió? Los escribió Moisés. ¿Y quién es Moisés? Moisés fue el fundador o inventor de vuestra religión y, como todos los fundadores o inventores de religiones, tuvo que empezar la suya por el principio, es decir, refiriéndonos de qué manera le había contado su Dios haber fabricado el mundo. Como las Sagradas Escrituras de las otras religiones os tienen a vosotros sin ningún cuidado, porque dais por seguro que son falsas, aunque no sabéis una palabra de ellas, no evitáis el trabajo de demostraros que también las otras Escrituras disparatan. ¿Y por qué estaba Moisés tan equivocado? Porque aunque Moisés era considerado un sabio en aquellos tiempos, hoy cualquier muchacho que va al colegio sabe más de la Tierra y del Sol que sabía él. Cuando Moisés escribió la Biblia, había tres opiniones acerca de cómo se había formado la Tierra. Unos decían que la materia primitiva había sido el fuego, otros el agua y otros el aire o los vapores, en lo cual todos los tres partidos se acercaban a la verdad, porque en la Tierra tenemos el fuego de los líquidos interiores, el agua de los mares, el aire de nuestra atmósfera y los vapores de las nubes. Moisés era partidario de que la materia primera había sido el agua, en lo cual se equivocó, como hemos visto.
En aquellos tiempos los hombres no tenían ni telescopios, ni él más pequeño anteojo ni instrumentos de ninguna clase; y como Moisés no estaba más inspirado por Dios que cualquiera otro, le fue tan imposible como a los demás formarse idea verdadera de lo que es el Universo, o sea la creación infinita. Moisés estaba persuadido de que el espacio sin fin y el color azul que refleja la atmósfera era una media naranja sólida, como la bóveda de una iglesia; que el Sol era algo mayor que una plaza de toros, que la Tierra no sólo estaba inmóvil, sino fija en una cosa sólida que no acababa nunca, porque entonces no se sabía nada, que la fuerza de atracción, y, por consiguiente, para Moisés el espacio sin fin tenía arriba y abajo, y creía que, si no apoyaba la Tierra en alguna parte, se caería. Como veían que el Sol salía por el lado opuesto al que se ponía, imaginaban que había algún agujero por bajo tierra, como un túnel, por el que el Sol rodaba por la noche. Otros eran de opinión de que todas las tardes, al ponerse, se apagaba en el mar, y por la noche desandaba el camino sin que nadie lo viese, entrando en un mar de fuego o en un volcán, en donde volvía a encenderse, saliendo nuevamente por la mañana.
¿Vosotros habéis oído hablar de los siete cielos? Pues ahora veréis su origen. Ya sabemos que los antiguos estaban persuadidos de que sobre nuestras cabezas teníamos un firmamento o bóveda, en la que Dios había pegado las estrellas como quien pega obleas, o como las pegamos nosotros para formar los cielos de los teatros. La vuelta, que sobre sí misma da la Tierra cada veinticuatro horas, nos hace aparecer por la noche como si las estrellas fueran las que girasen a nuestro alrededor. Los antiguos se explicaban este aparente movimiento suponiendo que el firmamento era el que giraba; pero como éste descansaba sobre la Tierra, con objeto de que, al girar no se enterrase en ella y la cortase, creían que, a pesar de la gran fortaleza del firmamento, podía éste enrollarse como quien enrolla un telón; es decir, que la bóveda azul, con estrellas y todo, se envolvía del lado que parecía bajar y se desenrollaba del lado que parecía subir.
El Espíritu Santo, que, como ya hemos tenido ocasión de ver, no es muy fuerte en astronomía, nos dice de la manera más terminante que esto es así, según puede verse en las Sagradas Escrituras, en el Apocalipsis (Cap. VI, Verso 14), asegurándonos que el cielo puede enrollarse como quien enrolla un pergamino. Con esto quedaba explicado lo que ellos creían ser movimiento de las estrellas; pero al mismo tiempo veían que la Luna se hallaba a veces cerca de unas estrellas y a veces cerca de otras, lo cual demostraba no hallarse pegada, al firmamento; pues aun cuando se supusiera que resbalaba por él, podía tropezar con las estrellas y despegar alguna; luego, si esto era así, ¿cómo es que no se caía la Luna?
Después de mucho meditar, los sabios de aquellos tiempos decidieron que la Luna no se nos venía encima porque estaba sujeta a un cielo como el firmamento, con la diferencia de que en lugar de ser azul era de cristal y, por lo tanto, invisible. En cuanto a la manera como se hallaba sujeta la Luna, unos decían que estaba pegada en su cielo como las estrellas en el suyo, siendo éste el que se movía, y otros, que resbalaba por encima del cristal. Habiendo provisto a la Luna de un cielo, Se proveyó al Sol de otro; ya tenemos dos cielos.
Los planetas que se distinguen a simple vista son cinco, a saber: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Estos, en sus vueltas alrededor del Sol, los vemos ya en un punto, ya en otro. Los antiguos, pues, notaron cinco estrellas (que tales les parecían), cada una de las cuales se veía por su lado, y a cada una le adjudicaron su correspondiente cielo de cristal para que se agarrase a él, lo que parece indicar que tendrían uñas con puntas de diamante; de lo contrario, estarían siempre resbalándose. Resulta, pues, que la Tierra está colocada debajo de siete fanales de cristal, o sean los siete cielos, los cuales a su vez están cubiertos por la bóveda azul del firmamento. Afortunadamente, los ciento setenta y pico de planetas que hay entre Marte y Júpiter no se distinguen a simple vista; de lo contrario, nos habrían colocado encima otros tantos fanales más.
¿Sabéis cuál es el verdadero origen de los siete días de la semana? Pues el mismo que el de los siete cielos. Domingo viene de la palabra latina dominus, o señor, o sea día del Sol, como todavía se llama en algunos idiomas. (En inglés el domingo se llama sunday: sun, sol; day, día). De aquí, el domingo. Del mismo modo con los restantes días de Ia semana: lunes, día de la Luna; martes, día del planeta Marte; miércoles, día del planeta Mercurio; jueves, día del planeta Júpiter o Jove, que también así se llama; viernes, día del planeta. Venus, y sábado, día, del planeta Saturno. La semana existía miles de años antes de nacer Moisés, y al escribir éste la Santa Biblia se le ocurrió darle un origen divino, haciendo que su Dios trabajase seis días y descansase uno. Otras religiones, en las que no se dice una palabra de que Dios trabajase tantos ni cuantos días, tienen la semana al igual que la nuestra.
La creencia en que estaba Moisés de que todo era agua, es la razón, por la que no quiso que su Dios empezase por hacer el Sol, como parecía natural; pues aun cuando le hubiese fabricado fuera del agua, al meterle en la bóveda o, como dice la Biblia, firmamento, como éste se hallaba sumergido, al tiempo de entrar el Sol se habría entrado el agua, y, además, el Sol se abría apagado al atravesar toda el agua que había sobre el firmamento.
Os diremos de qué manera se explicaba entonces la lluvia. Hoy la Ciencia nos muestra que las lluvias provienen de vapores que el calor del Sol levanta invisiblemente de los mares. Esto, aunque, no se ve, tenemos instrumentos que nos lo enseñan tan claro como un reloj marca la hora, midiendo la cantidad de humedad de la atmósfera. Estos vapores, al llegar a cierta altura, los condensa el frío, que es cada vez más fuerte según nos elevamos sobre la tierra, siendo esta la razón por la que dura tanto la nieve en las montañas. Una vez condensados o hechos más espesos los vapores, los vemos, y eso es lo que llamamos las nubes. Estas nubes las lleva el viento a todas partes, y caen luego en forma de lluvia. Si el agua no es salada, como lo es el agua del mar, es porque al evaporarse se separa de la sal. Esta experiencia podéis hacerla cociendo agua de mar en una cazuela, hasta que toda se evapore, y entonces veréis que la sal ha quedado en la cazuela.
En tiempo de Moisés se figuraban que Dios, que estaba del otro lado de la bóveda, metido en otra bóveda para no mojarse, abría unas compuertas y soltaba el agua sobre la Tierra; pero que, como la bóveda era sumamente alta, el agua se convertía en nubes antes de que llegara abajo, que es lo que ellos veían suceder cuando un chorro de agua, como por ejemplo un torrente en las montañas, cae de una gran altura; cuando acontece que una parte del agua se evapora, formando una nube, de la que se desprende humedad bajo la forma de lluvia fina, Se dirá que esto se halla en contradicción con la creencia de los siete cielos de cristal, pero no es así; porque, según los contemporáneos de Moisés, aquel cristal era diferente del que fabricamos nosotros, y dejaba que el agua se filtrase, como se filtra a través de las piedras de destilar, ayudando de este modo a que la lluvia se extendiese sobre mayor espacio de terreno.
Además, los cielos cristalinos tenían otro uso muy importante, y que prueba la sabiduría del Dios de Moisés, Cuando aquel Dios abría las compuertas del firmamento, junto con las aguas se escapaban peces, los cuales iban a dar contra el cristal del último cielo y, resbalando sobre él, caían en alguno de los mares de que se creía estaba rodeada la Tierra, evitando así el que, de cuando en cuando, le cayese a alguien un tiburón o una ballena encima del paraguas.
Moisés podía haber dicho que su Dios fabricó la bóveda en la obscuridad, y formó después el Sol dentro de ella; pero, como la idea que Moisés tenía de Dios era la de un Dios-Hombre que hablaba, que dormía, que se cansaba, etc., y como los hombres no trabajan a obscuras, por eso hizo que su Dios fabricase una luz especial con la que se alumbró hasta el cuarto día, en el que por fin formó el Sol y las estrellas.

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