La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

28 de diciembre de 2010

¡Dios, Patria, Rey!: un manifiesto de 1869

El Sexenio Revolucionario hizo renacer la esperanza de un Carlismo que estaba atravesando una gravísima crisis dinástica y política. Con Isabel II destronada y con un joven pretendiente con carisma, los carlistas pudieron reverdecer antiguos laureles y volvieron a ser refugio de todos aquellos que, como el ministro y amante de la reina Luis González Bravo, no habían estado incómodos en la corte isabelina mientras pudieron defender sus ideas conservadoras y sus intereses particulares. Con la religión como bandera, nutrieron las filas carlistas para instrumentalizar a un pueblo que, en buena parte, aún fiaba en las clases superiores y confiaba ciegamente en la Iglesia. El presente manifiesto, muy poco conocido, resume el ideario del Carlismo en esos primeros momentos, antes de que la evolución política española impulsase una primera renovación ideológica de los carlistas, que se puso en evidencia a partir de 1872.

Un solo Dios en el cielo: un solo culto en la tierra. En esta verdad irreplicable se funda la existencia religiosa y política de la nacionalidad española. Romper su unidad católica, conquistada a costa de tanta sangre durante siete siglos, es dar un paso gigantesco, no hacia delante, sino hacia atrás, lo menos hacia la época de Leovigildo. Retroceder hasta el tiempo de los arrianos no parecerá a nadie seguramente un progreso envidiable. España ha conocido ya la pluralidad de cultos, pero antes de ser cristiana por completo.
Volverla a conocer hoy, cuando ni la solicita ni la ha menester, es retroceder, no progresar. Imponérsela al país, es tiranizarle.
Veáse por donde en nombre del progreso se retrocede, y en nombre de la libertad se levanta la más brutal de las tiranías; la tiranía de la conciencia. Dícese: ¿Y por qué se ha de impedir que los extranjeros tengan en España templos propios de su culto? ¡Cómo! ¿Se habla de que el pueblo pide libertad de cultos y se presenta como argumento la conveniencia de los extranjeros? Las leyes de España, ¿se hacen para los españoles o para los extranjeros? Si éstos deben tener derecho a erigir templos no católicos, ¿por qué no han de tenerle también para ejercer los cargos públicos, para ser electores, diputados y ministros? Pues qué, si las leyes españolas exigen a los extranjeros que renieguen de su patria para obtener derechos políticos, ¿no pueden exigir también que los extranjeros abandonen sus sectas para gozar de los derechos religiosos? Ni en Francia, ni en Inglaterra, ni en ninguna parte se ha establecido más que a favor de los nacionales que renegaban de su religión. Cuando un número considerable de españoles deje de ser católico y se afilié a las sectas, entonces podrá haber motivo para tolerarlas. Pero hasta entonces, la pluralidad de cultos, impuesta por el gobierno, será un ataque a los derechos de los españoles, una verdadera traición a la patria, una tiranía insoportable.
¡Y se pide y se sanciona en documentos oficiales, no la tolerancia, sino la libertad de cultos! Entiéndase que se trata de poner a España en iguales condiciones que los Estados Unidos. Entiéndase que se trata de quitar al Estado toda religión, de hacer que prescinda hasta de la existencia de Dios, y un Estado que prescinde de Dios, prescinde de la justicia, de la moral, del bien; prescinde de toda idea elevada, de todo móvil generoso, y llega a hundirse en el embrutecimiento de la adoración a la materia. ¿Qué son los Estados Unidos? ¿Qué es esa nación, modelo de nuestros reformadores extranjerizados? Un inmenso bazar, una gran fábrica, un templo levantado al Dios materia. No es más; y si es otra cosa, muéstrese la historia de su literatura, de sus bellas artes, de sus ciencias morales. Todo pueblo tiene como expresión inmortal de su grandeza, de la elevación de su espíritu, un poema. España, esta nación heroica, tan vilipendiada por sus revolucionarios, posee su Romancero y su Quijote. ¿Dónde está el poema de los Estados Unidos?, ¿dónde sus Velázquez, sus Murillos, sus Juanes, Herreras? ¿Dónde sus Suárez, sus Vives, sus Granadas? Es un país sin arte y sin filosofía; es un país de fabricantes; es un país de materia, no de espíritu. ¡Este modelo nos ofrecen nuestros ardientes patriotas!  En nombre del católico pueblo español, en nombre mismo de la dignidad del entendimiento humano, rechazamos con todas nuestras fuerzas modelos semejantes; y ates que la pérdida de nuestra unidad religiosa, lo preferimos todo, no la pobreza, ¿qué es la pobreza?, la muerte, mil muertes que fuera necesario arrostrar.
El pueblo español ha sentido así siempre, y así continúa abrigando los mismos sentimientos que ayer. El pueblo no ha gritado en ninguna parte ¡Viva la libertad de cultos! Han sido los revolucionarios ilustrados, ha sido el gobierno: el pueblo no ha arrojado a los jesuitas y a las monjas de su seno; ha sido el gobierno; el pueblo no ha arrebatado a las Conferencias de San Vicente de Paúl sus fondos, destinados a los pobres; ha sido el gobierno. Del gobierno ha procedido toda arbitrariedad y toda persecución religiosa. Por eso nosotros, al proclamar la unidad católica como base y fundamento de la sociedad española, combatimos al gobierno, sí, pero haciéndonos eco de los sentimientos populares.
Está tan íntimamente ligada España a esa unidad de creencias, que el día que la perdiera España dejaba de ser fuerte, dejaba de ser España para convertirse en una sucursal mercantil de Francia e Inglaterra, como es hoy Portugal.
Quede, pues, sentado que es imposible transigir en este punto con nadie. Dar a Dios lo que es de Dios, esto es, el culto debido. No hay más que un culto verdadero, como no hay más que un Dios verdadero. La fe heredada de nuestros padres nos impide conceder derechos a dioses falsos. Lo falso no tiene derecho a nada. Esta es nuestra íntima convicción: esta es la convicción del pueblo español.
La segunda palabra de nuestro lema, el segundo grito de nuestro corazón es patria. Después de Dios, la patria; después de nuestra religión, nuestro hogar; después del amor al Ser Supremo, el amor a nuestros hijos, a nuestros padres y a nuestros conciudadanos.
En la tierra de Guzmán el Bueno no ha habido patriotas vocingleros hasta que la raza de los Guzmanes ha desaparecido. El amor a la patria no se manifiesta en destemplados gritos, ni en asesinatos fratricidas, ni en los repartimientos de bienes, ni en el insaciable afán de medrar, ni en sostener nueve ministerios centralizadores que tienen tras de sí un innumerable ejército de empleados holgazanes que se renuevan a cada variación de gobernantes.
Otro es nuestro amor a la patria, y consiste no sólo en sacrificar por ella vida y hacienda, sino en gobernarla conforme a su manera de ser, a sus necesidades verdaderas y a las circunstancias de la época.
¿Cómo se ha gobernado hasta hoy? Dígalo la historia de los siete lustros que acaban de transcurrir. Treinta y cinco años de una inmoralidad escandalosa, confesada por los mismos que a ella han contribuido, hablan más alto que todas las teorías y todas las elucubraciones políticas.
Respecto del orden material, dígase si hemos gozado de un solo día de paz y sosiego. En unas épocas el motín diario, según confesión de un ministro progresista; en otras el amago constante de la Revolución, la frase eterna ¡se va a armar! ha venido a perturbarnos en nuestras tareas, a paralizar los negocios, a matar a la industria, y lo que es peor, a hacer que la sangre española haya corrido a torrentes, sin más causa que la ambición de algunos hombres, o ese juego feroz de los partidos en el poder, origen de toda discordia y de todo desorden.
El charlatanismo parlamentario ha aniquilado nuestras inteligencias, enervado nuestras fuerzas y agotado nuestra riqueza. La compraventa de hombres, erigida en sistema por ministros, diputados y electores nos ha traído al precipicio y nos puede llevar a inevitable muerte.
En treinta y cinco años de constitucionalismo liberal, España ha vivido en estado de guerra casi la mitad del tiempo, y el resto haciendo caso omiso de la Constitución.
El mantenimiento de una Constitución que no se ha cumplido nunca, ha costado seguro a España más sangre y más dinero que todas las guerras internacionales que ha tenido de dos siglos a esta parte.
Y nótese bien: no es sólo en España donde esto ha sucedido; en todos los países constitucionales, o se prescinde absolutamente de la Constitución escrita, como acontece en Francia y en Prusia, o se vive en un perpetuo desorden, en una vergonzosa anarquía, como acontece en Italia, donde tampoco la Constitución es absolutamente respetada.
No se nos cite a Inglaterra en contrario; es un país excepcional, enclavado en las tradiciones de la Edad Media, con su feudalismo y todo; es un país gobernado por el sistema oligárquico, que no se parece en nada a nuestro moderno constitucionalismo. ¡Ojalá que la España católica pudiera ser regida más por la costumbre que por la ley escrita, como lo es la Inglaterra protestante!
Es pues inútil, y será funesto, porque así lo demuestra la experiencia, volver a hacer alardes de un ridículo constitucionalismo parlamentario, que ni garantiza la libertad de los pueblos, ni sirve más que para encender la discordia intestina y agotar los recursos morales y materiales del país.
Y es cosa indudable que los pueblos tienen derecho a ser libres, no oficial y teóricamente, sino de hecho.
La libertad, esa gran palabra de que tanto se abusa, no debe ser escrita en las Constituciones; sino practicada en la esencia social: no ha de ser letra muerta, sino obra viva, condición práctica.
¿Y quién que ame a su patria no ha de amar la libertad? ¡Mal haya los pueblos que engendran tiranos! ¡Mal haya reyes o gobiernos que, como Luis XIV, dicen “El Estado soy yo”! No y mil veces no.
EL Estado no es el rey; el rey es sólo una parte del Estado; es la representación viva de la autoridad; es el centro del Estado, pero no es el Estado, como el centro del círculo no es el círculo.
Pero, ¿es libertad esa vocinglería populachera que blasfema de Dios; que pide el reparto de los bienes del prójimo; que asesina a ciudadanos indefensos; que quema el Concordato, un tratado internacional, a los pies mismos del Nuncio de la Santa Sede? ¿Cuándo ha sido libertad el robo, el despojo, el asesinato, la profanación? Nunca: los mismos diarios liberales de España, ahora que gozan del poder, han dicho que no debe libertad para el mal. ¡Y no ha mucho la pedían para esos mismos asesinos y repartidores de bienes que hoy la usan conforme ellos la entienden! Y cuenta que los tales diarios llaman mal a la defensa de la religión cristiana, que prefieren esclavizar y aniquilar, si eso fuera posible.
Debe España ser libre, tiene derecho a serlo, y lo desea; lo desea con ansia, porque desde que la libertad está en boca de todo el mundo, la libertad ha dejado de estar en nuestras instituciones.
Pero, ¿cómo será libre España? ¿Volviendo al sistema que la Revolución ha devorado, o resucitando añejos regalismos y monarquías que digan: El Estado soy yo? Ni lo uno, ni lo otro. España, para ser libre, necesita, primero de todo, un gobierno esencialmente descentralizador. Expliquémonos.
Carlos I de España, matando las Comunidades de Castilla, y Felipe II, quitando a Aragón sus fueros, inauguraron una política centralizadora que había de ser funesta para la administración de aquellos reinos. Lo decimos sin inconveniente y sin temor: no vamos a resucitar lo pasado; vamos a echar los cimientos para lo porvenir. Lo pasado lo recibimos a beneficio de inventario, como una herencia de donde hay mucho bueno que recoger y mucho malo que rechazar. Rechazamos pues, francamente, el centralismo de la monarquía absoluta. Tal vez Carlos I y Felipe II fueron movidos por un interés superior al interés de la administración; pero, sea de esto lo que quiera, el hecho es que política y administrativamente hicieron mal, y mal hicieron también sus sucesores en continuar con semejante sistema.
¿Ha descentralizado más que el absolutismo el gobierno parlamentario? No: ha centralizado más; ha dado vida a nueve ministerios, centros absolutos de toda la administración, focos de interminables expedientes, vientres hidrópicos donde yace aniquilada la vitalidad del país.
No hay remedio, pues es necesario dar a las provincias y al municipio la libertad que han menester para administrarse a sí mismos; es necesario devolver a las provincias sus fueros y franquicias, admirable conjunto de las libertades patrias.
Independencia e inviolabilidad de la familia, de la familia brotando el municipio, del municipio la provincia, de la provincia el Estado; tal es la armonía de nuestro sistema.
La provincia, el municipio y la familia tienen sus intereses propios y derecho a administrárselos libremente sin mutua colisión. Los intereses generales del país deben ser representados en Cortes, o Estamentos o Estados Generales, que expondrán al gobierno superior las necesidades de la patria, los recursos con que cuenta y la manera de aprovecharlos.
A esto se reduce en breves palabras todo nuestro sistema de administración. Con él se sofocan ambiciones desmedidas e infundadas, se salva la Hacienda, porque se economizan ministerios y empleados; se da impulso a la riqueza pública, fomentando en primer lugar la agricultura, base de la prosperidad material, y se concede al pueblo toda la libertad a que tiene derecho y toda su influencia en el gobierno del Estado.
En cuanto a la parte moral, sólo una palabra tenemos que decir: dentro del respeto debido a la unidad católica, libertad absoluta de enseñanza, de imprenta y de asociación. Enseñe y aprenda el que quiera, lo que quiera y como quiera. Escríbase y discútase acerca de todo lo que se refiere al orden moral y material de los pueblos. Excítese la actividad intelectual; asóciense los hombres para discurrir, para orar y para explotar la riqueza de la tierra. ¿Puede otorgarse más omnímoda, más sincera y más fecunda libertad a los pueblos? ¿Mereceremos después de esto ser motejados con esos ridículos motes que inventa el liberalismo vergonzante?
No; ¡paso a la libertad de España! ¡Paso a la libertad de los hombres de bien!
Inútil es que hablemos de la autoridad como principio esencial y natural de toda sociedad. No escribimos un libro: escribimos un breve bosquejo de nuestro sistema político, simbolizado en el grito nacional de ¡Dios, Patria, Rey!
Que España deje de ser monárquica es punto menos que imposible por hoy.
Todas las tradiciones, todas las glorias de este país están unidas a la monarquía.
El carácter español se ha distinguido siempre por su independencia, en primer lugar, y en segundo por su amor y su veneración al rey, representante supremo de la autoridad.
Sólo un destronamiento ha habido en España, verificado, si no por el impulso, al menos por la indiferencia popular.
Ese destronamiento ha sido el de doña Isabel II de Borbón: ¡el único monarca que en España ha reinado y no ha gobernado! Este fenómeno es digno de estudio, y lo abandonamos a la ilustrada consideración de nuestros lectores.
El Rey, depositario del poder sumo, representante de la fuerza pública y ordenador general de la sociedad política, reina y gobierna por derecho y por naturaleza. Digámoslo mejor: reina por naturaleza y gobierna por deber.
Monarca que reina y no gobierna no es monarca; es un ridículo espantajo, que sólo sirve de juguete a las ambiciones y los caprichos de los ministros.
El Rey reina y gobierna, pero ¿cómo gobierna? No tiemblen los que se asustan del absolutismo. No somos absolutistas. El Rey gobierna entre dos límites insuperables; por cima de sí tiene la justicia de Dios; por bajo de sí las libertades, fueros y franquicias inviolables de los pueblos.
El Rey no administra en realidad; los pueblos se administran solos; el rey dirige, encamina, arregla y mantiene el orden general, siendo más bien el padre que el rey de su pueblo.
No admitimos el derecho de insurrección. Pero sabemos nosotros, y los reyes no ignoran, que cuando faltan la justicia divina o atentan a las libertades legítimas de los pueblos, se exponen a perder la corona, si es que con la corona no pierden también la cabeza.
No temamos pues, la tiranía de un rey. Los reyes son tiranos cuando el pueblo los engendra.
Los pueblos honrados son libres siempre, porque espantan a los déspotas. Si el pueblo español tiene seguridad de su honradez, abra los brazos a un rey que lleva sobre su frente el sello de la legitimidad, y en su corazón un amor profundo a su patria, aumentado y nutrido por la amargura de un destierro impuesto por la usurpación.
Carlos VII de España, aleccionado en la desgracia y conocedor de las necesidades de la patria, es el rey que debe y puede, y quiere darnos el gobierno que la patria necesita.
El emblema del derecho es también emblema de los principios que acabamos de exponer.
Sabe la época en que vive, y sabe también que el rey y el pueblo, estrechamente unidos para evitar la injerencia de esos reyezuelos espurios que tratan de arrebatar al monarca su soberanía y de chupar la sangre al pueblo, pueden alcanzar para nuestra patria la gloria de marchar, como en otro tiempo, a la cabeza de todas las naciones del mundo, con la santa enseña de ¡Dios, Patria y Rey!
¡Viva la unidad católica!
¡Vivan las libertades patrias!
¡Viva Carlos VII!

1 comentario:

Funny pictures dijo...

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