La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

27 de febrero de 2009

La CNT y la República en el exilio

Cabecera del periódico CNT, Toulouse, 1960 (Archivo La Alcarria Obrera)

El final de la Guerra Civil dividió fatalmente a la CNT; para algunos la guerra no había terminado y las condiciones especiales que llevaron al movimiento libertario a participar en las instituciones republicanas y a ratificar determinadas alianzas seguían siendo válidas. Para otros, el final del conflicto bélico devolvía a la CNT la libertad de acción para volver a su tradicional apoliticismo y a un horizonte estrictamente sindical en la firma de pactos. La división se mantuvo hasta que en 1961, comprobado el fracaso de los republicanos que mantenían en pie un gobierno al que casi nadie reconocía dentro y fuera del país, ambas corrientes se reunificaron en el Congreso de Limoges. Cuando al año siguiente Claudio Sánchez Albornoz se dirigió a la rama "política" de la CNT, su secretario general, Roque Santamaría, rechazó en nombre de esa nueva CNT reunificada cualquier participación de los anarcosindicalistas en el Estado y sus instituciones. Reproducimos la carta de Roque Santamaría a Claudio Sánchez Albornoz.

Toulouse, 19 de febrero de 1962
Distinguido compatriota y amigo:
Correspondemos a su carta sin perder mucho tiempo –para Ud. El tiempo debe contar particularmente- y procuraremos hacerlo de una forma concisa y clara de manera que quede inequívocamente expresado nuestro pensamiento respecto al problema que nos ocupa: la lucha por la liberación de nuestro infortunado pueblo.
No ignora Ud. nuestra condición apolítica en el sentido de participación en organismos de carácter gubernamental. Libertarios, no consideramos la autoridad como elemento favorable a los principios de libertad del hombre en su amplia acepción de la palabra. Sindicalistas, consideramos que nuestro deber está entre los trabajadores, en sus sindicatos, en la acción diaria por la emancipación de los mismos de la explotación de que son objeto por los poderes políticos y económicos.
En estas condiciones, está claro que consideramos de una eficacia muy relativa toda solución política que no se enfrente resueltamente con las causas del mal que engendrando la injusticia social no puede evitar la injusticia social que pesa sobre los trabajadores.
Tras 23 años de exilio, de frustraciones en orden a soluciones de carácter institucional, estimamos que toda acción del antifranquismo debe orientarse exclusivamente a la formación de un Frente de lucha común, a todos los antifascistas, contra la dictadura. Este Frente debe aglutinar los esfuerzos e inquietudes de todos los sectores e individualidades animados de ideas de democracia y libertad, a todos quienes rehúsan su simpatía o apoyan al totalitarismo como sistema de convivencia entre los hombres.
El institucionalismo nos parece desplazado a estas alturas; fracasado desde hace ya mucho tiempo. En estas condiciones, todo propósito institucional lo consideramos contraproducente e inconveniente. Si de institucionalismo republicano se trata, sólo servirá para ofrecer un arma a los institucionalistas monárquicos u otros tales como el franquista. ¿Por qué no terminar ya con el institucionalismo, de derecho o de hecho, para dar paso al principio de autodeterminación, libre y soberana, del Pueblo en cuanto a la forma institucional bajo la cual desea vivir?
Nos parece obvio significarle, estimado amigo, que en la elección del sistema institucional nosotros estamos sobradamente definidos y que entre lo que estimamos anacrónico y reaccionario (la monarquía) y una República de amplia base democrático-social, nuestra elección está hecha desde ya mismo. Si, además, una república se propone realizar reformas fundamentales en las estructuras económico-sociales, susceptibles de interesar a los trabajadores en la indispensable construcción de los fundamentos industriales, agrícolas, intelectuales, etc. la república tiene asegurada la anuencia popular sin la cual ningún régimen será viable en España. Situar a España dentro y a la altura del concierto de pueblos libres y evolucionados del mundo debe ser la aspiración de todos los españoles dignos.
Bajo estas perspectivas, creemos que el institucionalismo a “priori” está desplazado de la realidad del tiempo en que vivimos y que en su lugar lo procedente es crear el organismo aglutinador de inquietudes, esfuerzos y medios quien, sobre objetivos concretos de carácter liberador, actúe de cara a la liberación de España. Esta fórmula, sin duda, obtendrá una amplia audiencia en la conciencia universal y de este hecho atraería merecidamente los concursos solidarios necesarios para el desarrollo de una lucha efectiva por la liberación de España.
Por otra parte, la persistencia institucionalista, ¿no cree Ud. que encierra otros riesgos ciertamente graves? Si desgraciadamente un día falleciera el Sr. de Asúa, encarnación actual del institucionalismo republicano, y por razón legal, fuera Dolores Ibárruri la sucesión, ¿sería lícito y razonable que los institucionalistas de hoy fueran los adversarios mañana? Y las consecuencias de tal alternativa, ¿las han meditado ustedes bien?
Es el momento, según nosotros, de dar fin al institucionalismo y de ofrecer una contrapartida constructiva.
Por no hacer interminable esta carta obviamos otros argumentos en apoyo de nuestra tesis. Dicho lo que pensamos, de forma sumaria, no nos queda más que confirmarle que la CNT permanece indestructiblemente fiel a la causa de la liberación de España y que toda acción que tienda a este fin tiene todas nuestras simpatías; que por nuestra parte no seremos obstáculo alguno a la creación y desarrollo de actividades tendentes a posibilitar a nuestro pueblo la manifestación de su libre voluntad, aunque no coincidamos en métodos, actitudes y responsabilidades en operaciones en las cuales no creemos.
Así las cosas, en lo que personalmente a Usted se refiere, va de sí que seguimos con interés su intento y que, creyendo en su buena fe, nuestra simpatía y nuestros votos porque su intento sea un éxito son una realidad sincera.
Muy cordialmente quedamos suyos y de la causa de la liberación de España.
Por el Secretariado Intercontinental de la CNT de España en el exilio.
Roque Santamaría

26 de febrero de 2009

Artes desdeñadas, de Isabel Muñoz Caravaca

Carta de Isabel Muñoz Caravaca, Atienza, 1910 (Archivo Municipal de Atienza)

En un primer momento, la burguesía revolucionaria, que acababa de desplazar a la rancia aristocracia en el disfrute de la hegemonía social, se mostraba contraria a la mendicidad y la miseria, que creía consecuencia exclusiva de la holgazanería, hasta el punto de caracterizar la pobreza como un vicio, según vimos en el artículo que reprodujimos del Boletín legislativo, agrícola, mercantil e industrial de Guadalajara de noviembre 1833. Pero muy pronto, en los espíritus más abiertos y en las inteligencias más despiertas a la realidad, surgió un eco sordo que se compadecía de los desposeídos y aspiraba a cambiar una sociedad injusta y desigual. A este grupo de burgueses que hicieron de la caridad una antesala de la justicia, pertenecía Isabel Muñoz Caravaca, a cuya pluma se debe este texto, publicado en Flores y Abejas el 7 de junio de 1914.

Yo quería escribir como quien pinta un cuadro, copiando del natural, porque no tengo imaginación para otra cosa; y en eso hay sus inconvenientes. Si pinto a los señores de la Adoración Nocturna, se enfadará la Santa Madre Iglesia; si pinto a militares, me expongo a dar un resbalón y que me venga encima la Ley de Jurisdicciones; y si hacemos un dibujito de los exploradores, se me van a torcer los papás… Cuenta que yo no quería decir de nadie nada malo, sino descubrir pequeñas ridiculeces, que las tienen, que todos las tenemos.
Verán ustedes, hablaré de los pobres de pedir limosna, y éstos, de seguro no se enfadarán; son tolerantes y son amigos míos. Y a ver si de la pintura sale la demostración de que el pedir limosna es un arte.
No me faltan modelos: vienen a buscarme a mi casa, pues abunda la clase en esta bendita población. Hay días en que es un tilín, tilín interminable. “Una limosnita”. “Un centimito...”. “Que tengo a mi marido enfermo”. “Que tengo baldadita a mi abuela”. “Que tengo mucha gana”... Desfila diariamente por aquí la colección completa; la mujer que tiene un chico cada tres meses, el hombre que busca trabajo y nunca lo halla, el que constantemente va de camino, yendo y viniendo como una lanzadera sin llegar nunca a parte alguna, y la que después de recibir cualquier cosa se pone a rezar un padrenuestro. No faltan miserias excepcionales, como la del que se ha muerto y piden para hacerle una caja; ni el santero de Nuestra Señora del Amparo, que aparece periódicamente pidiendo no sé si para él o para el culto...
Yo quisiera dar a todos, pero suelo andar yo también a tres menos cuartillo y no puede ser: quisiera dar a todos porque sus desdichas quitan el sueño.
Viene una mujer enlutada, muy pobre, pero muy limpia; no tiene edad, quizás algún día ha sido hermosa, y en su cara veo yo huellas de tragedia: convengamos en que para ser personaje trágico no hay que llamarse Phedra, ni Alcestes, ni Hécuba, ni ser princesa como esas damas; que la tragedia lo mismo se refugia en el pueblo que en el trono... Puede que todo sean tontunas mías y la tragedia solo exista en mi cerebro... los que tenemos pocas ocupaciones vemos visiones fácilmente... Pide en voz baja y lamentable y es una profesional sin duda, pero sin duda también es una infeliz necesitada.
Profesionales y necesitados todos lo son. Yo no creo en la fábula del mendigo capitalista. Venía un pobre viejo más sordo que un tabique, andando a trompicones con unos zapatos claveteados, llevando con un garrote el compás, y dando unos campanillazos que no parecía sino que se hundía la casa cuando él se descolgaba por aquí: ¡armaba con la portera cada zipizape...! Su modo de pedir era emocionante: “¡Aunque solo sea un poquito de pan!” Venía a la hora de comer generalmente y después de oírle, todo lo que no fuera un poco de pan, no lo podía yo comer: una patata frita venía a ser para mí un remordimiento; tan lacrimoso era el acento que aquel hombre empleaba. Un día vino, fui a darle no sé qué, y cuando se lo ofrecía, él estaba echando abajo la campanilla de la casa de enfrente... “Tome usted, buen hombre” y nada, no me oía, “¡¡Qué tome usted!!” Hube de acercarme a él y tocarle un brazo. “Soy sordo”, me dijo medio llorando. “Y yo ciega, amigo, qué le vamos a hacer; vivamos lo que se pueda”... Y no respondo de que me oyera, pues siempre me di muy mala maña para hablar a sordos: me desgañito y no me hago entender. Hace de esto muchos meses, y no le he vuelto a ver; ¿si se habrá muerto?
También me preocupa la existencia de una vieja ¡pobrecilla! Talmente parecía un ser fantástico de los que cabalgan a veces en una escoba. Traía una cesta, un palitroque, unas greñas grises y una cantinela que no interrumpía aunque le dieran limosna. “¡Una pobre vieja!... ¡Que Dios se lo pagará!, ¡que Dios se lo aumentará!” decía con voz balbuciente y velada de carraca rota. ¡Dios se lo pagará! Es esta una confesión de insolvencia que convierte al Ser Supremo en cajero de todos los tramposos; pues no hay perro chico, ni mendrugo, que su Divina Majestad “Toma tú, toma tú”, no tenga que ir pagándonos a todos... ¡Pobre corazón humano rezumando usura aunque se dirija al cielo!... Mi pobre bruja debe de haber pagado su cuenta también, con los fríos despiadados de este invierno.
Todos los sábados, a la una en punto, viene un viejo, encogido de frío en Enero y en Agosto: “¡Una limosssna!” pide; y suele añadir: “No vengo más que los sábados”. Si se le dice que hoy no tenemos, contesta con despecho “¡Bueno!” Un día le dijeron, que Dios le ampare. “Que nos ampare a todos” respondió con aire y desapareció escalera abajo rezongando como si le hubiesen llamado tonto y feo.
Pues viene otro que llama, miramos por el ventanillo y enseguida comienza muy comedido: “Muy buenos días, señora. Me encuentro sin trabajo” o bien “No tengo más remedio que pedir...” Es un ejemplar notable: es un retórico espontáneo, y mientras se queda en la puerta esperando que le den, desembucha él solo tropos muy aceptables: si se le diera cuerda, soltaría a caño abierto períodos elocuentes. Su voz, su aspecto, su ademán, son oratorios: es un râté... No es un mendigo de oficio, es un parlamentario fracasado.
La galería no es interminable, pero sí muy numerosa; a todos estos que cito los conocerán ustedes seguramente como yo. Y quédense por hoy en el tintero unos cuantos más. Pero no cerraré mi catálogo sin hacer mención de un hombre no viejo, muy tostado del sol, flaco, con los ojos saltones, mirando como si buscara algo que se le hubiera perdido por los espacios siderales; va cubierto de harapos y su cara no se lavó jamás. Nunca he visto a un fakir, pero ha de ser algo parecido... Llega a una puerta, eleva los brazos, temblequeándole las manos, y suelta una voz recia, a la vez suplicante y amenazadora, clamando de este modo a los cielos y a la tierra: “¡Seis hijos traspillaos de hambre!” Aquí relampaguea lúgubre, la luz rojiza de la injusticia social que así maltrata a los hijos de los hombres: este es el fondo, y bien patético, lo cual no quita para que la forma haga soltar el trapo, a reír... Y yo me atrevo a hacer aquí punto riendo, sin escrúpulo, porque en la Corte de los Milagros debe ser muy ancho de manga el protocolo.

25 de febrero de 2009

La Junta de Beneficencia en 1833 y la mendicidad

La revolución burguesa que se asentó definitivamente en España, y por lo tanto en la recién nacida provincia de Guadalajara, a partir de 1833, supuso un cambio profundo en la mentalidad de la sociedad tradicional. El logro del máximo beneficio en vida sustituyó a la esperanza de la vida eterna como motor de la acción individual y social. La caridad cristiana se vio sustituida por la reprobación de la sociedad y la persecución del Estado; los pobres ya no tenían una función religiosa, ofrecer a los favorecidos la oportunidad de ejercer la misericordia y ganar el cielo, sino que eran vistos como peligrosos ejemplos para las clases populares, que podían caer en la ociosidad o renunciar a la laboriosidad que enriquecía a la pujante burguesía. Aquí reproducimos un artículo publicado en el Boletín legislativo, agrícola, industrial y mercantil de Guadalajara en sus números del 25 y 27 de noviembre de 1833, con motivo del establecimiento de la Junta de Beneficencia.

Al publicar este artículo, cuyo relato es histórico, estamos mui lejos de dar más fuerza a la animadversión que hoy escitan generalmente los mendigos viciosos, los pobres fingidos. Conviene inculcar esta sensación justa; pero no debe exagerarse, porque entonces vendríamos a parar al estremo opuesto: el de ser implacables contra la verdadera pobreza.
De tiempo inmemorial las almas benéficas se ocuparon de buscar los medios más a propósito para socorrer a los verdaderos pobres. Lo primero que ocurrió a aquellas personas caritativas, fueron los socorros pecuniarios; pero no tardaron en conocer que el hombre de todo abusa, y que lejos de verse estimulado por los beneficios que recibía, se abandonó a la más completa holgazanería, y al más pernicioso de todos los vicios, la ociosidad.
Así que vieron los pobres que recibían socorros sin necesidad de trabajar, abandonaron poco a poco los oficios a que antes estaban dedicados, y empezaron a correr de puerta en puerta, impetrando la beneficencia pública, para recibir ostensiblemente a la faz de sus convecinos, limosnas que antes la verdadera caridad cristiana distribuía a escondidas en el seno de las familias indigentes, sin que estas pudiesen averiguar el nombre de la persona generosa que las socorría.
Viendo los óptimos frutos que la pereza sacaba con sus importunos ruegos de las almas piadosas y cándidas, se hizo un arte el modo de sorprender y engañar a las personas crédulas, y este arte le enseñaban los padres a sus hijos, y estos a los suyos. No han faltado autores en todas las naciones, y particularmente en la nuestra, que arrancando la máscara que cubría a estos mendigos viciosos, descubrieron sus arterías y males ficticios, su vida regalada y su arrogancia. Esta llegó a tal estremo que miraban como un derecho lo que no es ni puede ser más que un acto de beneficencia, de pura caridad; murmuraban descaradamente cuando las limosnas solo bastaban para satisfacer sus necesidades, porque querían que sufragasen los gastos de todos sus vicios crapulosos. Dado el primer paso en el sendero del vicio, nada pudo contener a aquellos hombres que, virtuosos en otro tiempo y laboriosos y ejemplo de los demás obreros de su arte, vinieron a ser, por el hábito continuado de la haraganería, la plaga de la sociedad.
Sauval nos refiere que en 1660 había un congreso de mendigos en un antiguo y derruido salón gótico, mui espacioso, al estremo de un callejón sin salida sucio y asqueroso de una población grande que no designa. Para entrar, dice, era necesario bajar una cuesta larga, tortuosa y desigual. Allí había una gran sala medio enterrada en el cieno, donde vivían unas cincuenta parejas, cargadas de infinidad de chiquillos legítimos, naturales o robados a sus padres. Me aseguraron que en aquellas ruinas vivían más de quinientas familias amontonadas unas encima de otras. Parece que pocos años antes había tenido una población más numerosa; y allí se nutrían con las rapiñas, viviendo en la ociosidad, la glotonería y toda especie de vicios y crímenes. Allí, sin ninguna inquietud por el porvenir, cada cual gozaba a su guisa del presente, comiendo por la noche lo que durante el día, con bastante trabajo y, a veces, con no pocos palos, había grangeado; porque llamaban grangear a lo que las leyes entienden por hurtar; y era uno de los estatutos fundamentales del congreso de los milagros, como ellos llamaban a su reunión, no guardar nada para el día siguiente. Cada uno vivía con la mayor licencia, nadie guardaba fe ni lei; no conocían ningún sacramento.
Lejos de ser ecsajerada esta descripción de Sauval, aun está mui distante de lo que efectivamente sucedía en Europa por aquel tiempo. Sólo en París se contaban doce congresos de milagros al principio del último siglo. Hasta entonces nadie tampoco había podido penetrar en aquellas guaridas de los vicios más soeces, y los que lo intentaron pagaron su temeridad con la vida; allí el mendigo estaba al abrigo de toda persecución; allí vivía entre los suyos, únicamente con los de su mismo jaez, y se despojaba sin temor de la máscara hipócrita de que se había servido todo el día para engañar a los pasajeros. Una vez allí, el cojo andaba derecho. El paralítico danzaba, el ciego veía, el sordo oía, y hasta los ancianos decrépitos se rejuvenecían. A estas instantáneas y multiplicadas metamorfosis diarias debían aquellos congresos su nombre. ¿Quién, con efecto, a la vista de tan maravillosas mutaciones no hubiera creído que eran milagros? Aquellos mismos hombres, tan sobrecargados de trabajos y males, que se veían al anochecer retirarse a su yacija, aquellos miserables a quienes las llagas, las fracturas, las fievres, las parálisis apenas permitían arrastrarse a lo largo de las paredes apoyándose los unos en los otros, como si fueran a caerse, todas aquellas sombras humanas que se deslizaban silenciosas y tristes como la muerte, todos aquellos seres que parecían postrados por la edad, las enfermedades y la inopia más espantosa, apenas llegaban al umbral de su caverna que, como si les hubiese tocado con la varita de virtudes, recibían una nueva vida. Pasada la puerta de entrada, todos los males desaparecían con su aparato doloroso; pasada la puerta de entrada huían veloces los años que un momento antes abrumaban a aquellos seres: mujeres, niños, ancianos, jóvenes, todos parecían hallarse en una edad vigorosa de agilidad y salud. Aquel jabardillo que se precipitaba para entrar ha reemplazado el silencio con la algazara, las lágrimas con las risotadas, la tristeza con la alegría, la desesperación con la esperanza; impaciente por gozar de la vida, teme perder un momento y corre con una increíble velocidad a sumergirse en las numerosas revueltas de su madriguera, para entregarse con impunidad a toda la indecencia del vicio, a los escesos de la licenciosidad.
He aquí lo que formaba aquella masa de pueblo, a la vez tan miserable y favorecido, tan pobre y rico, tan feble y poderoso, tan tímido y temible, aquella masa que contaba millares de individuos, que obedecían a un rey, que tenía sus leyes, su justicia, su moralidad, y aún sus ejecuciones sanguinarias. Aquella masa llegó a ser tan numerosa, que les fue preciso dividirse en clases, estableciendo entre ellos ciertas gerarquías y privilegios. Aquellas clases, a las que dejaremos los nombres que ellas mismas se dieron en su jermanía o jerigonza, eran:
-Los horteras de arranque, semi-mendigos que solo tenían derecho de pordiosear y ratear durante el invierno.
-Los fulleros, encargados de mendigar en las tabernas, hosterías y sitios públicos de grande reunión, y de escitar a los pasageros al juego fingiendo perder su dinero contra algunos camaradas que les servían de compadres.
-Los tarmas francos, que fingían toda especie de enfermedades y poseían el arte de ponerse malos en las calles, con tal perfección que engañaban aún a los médicos que se afanaban por socorrerlos.
-Los hubertistas, que todos llevaban certificados de haber curado de la rabia para vender a precio elevado polvos de plantas de ninguna virtud.
-Los mercachifles, que por lo regular iban de dos en dos por las calles gritando que eran mercaderes arruinados por las guerras, algún incendio u otro accidente.
-Los macos, eran también enfermos fingidos, que aparentaban estar hidrópicos o bien se cubrían los brazos y piernas de ulceras ficticias. Pedían limosna a la puerta de los templos, con el fin, según decían, de emprender la peregrinación al punto donde suponían deberse curar.
-Los gerifaltes, provistos de un zurrón en el cual embaulaban las provisiones que sus importunidades arrancaban. Estos eran los provehedores de la asociación.
-Los pulidores, eran otra especie de guitones cuyas mujeres se daban a sí mismas el título de marquitas, y sus hijos se apellidaban manceres.
-Los matreras, se reclutaban entre los soldados y pedían con la espada al lado una limosna que más de cuatro veces fue peligroso rehusarles.
-Los huérfanos, eran muchachos casi desnudos, encargados de representar el papel de hallarse helados y de temblar de frío, aun en el estío.
-Los maltratados, otra especie de gandules que se fingían estropeados y andaban con muletas.
-Los guilopas, que vagaban de cuatro en cuatro, con una mala ropilla, sin camisa, con un sombrero sin copa y una botella en guisa de bandolera.
-Los ganforros, que siempre iban acompañados de un jabardillo de mujeres y niños, enseñando a cuantos encontraban un certificado que atestaba que el rayo había derruido sus casas y muebles, que bien entendido nunca habían tenido.
-Los conchíferos, figuraban ser peregrinos cubiertos de conchas, con barbas luengas y descomunales, que pedían limosna para continuar, según decían, su viaje de peregrinación, que ni aun siquiera pensaban comenzar.
-Los mogrollos, especie de peregrinos sedentarios, elegidos entre los que tenían más pobladas cabelleras, y que pasaban por haberse curado la tiña con remedios que vendían con mucho misterio y a precio escesivo.
-Los búhos o engaviadores. Estos eran los maestros encargados de enseñar la belitrería, y de instruir a los novicios en el arte de cortar las bolsas con sutileza, fingir llagas, etc.
-Por último, los zamarradores, mendigos que se golpeaban en el suelo revolcándose en él, y echando espumarajo javonoso por la boca, por un medio que ha llegado hasta nosotros, con locuaz colectaban abundantes limosnas.
Basta lo dicho para probar los vicios de los que pedían limosnas en los tiempos antiguos; los que deseen enterarse más por menor en este punto, pueden leer el Regimiento o Thesoro de pobres, que escribió maestre Juliano, médico del Papa, impreso en Valladolid en 4º, en el año de 1553.
Conocidos los vicios de los que se dedicaban a la holganza fiados en los socorros, no solo que la caridad cristiana derramaban a manos llenas sobre ellos, sino en los que por sus rapiñas se apropiaban bajo la máscara siempre de una desnudez absoluta, los particulares pusieron un freno a tamaño desorden, creando juntas de beneficencia encargadas de socorrer domiciliariamente a los verdaderamente necesitados. Aquellas juntas no contentas con el primer paso dado hacia el bien general, y particular de los individuos indijentes, dio otro que desterró casi en su totalidad los seres viciosos, que como las plantas parasitas, vivían a costa de los demás. Consistió esta disposición en prohibir no sólo la holganza, sino también pedir limosna, remitiendo de pueblo en pueblo hasta el de su naturaleza, donde debían ser bien conocidos, a aquellos que pordioseaban, y en él recibían, si realmente eran indigentes, el socorro que la junta parroquial distribuía a los de su especie.
Muchos años hace que estas juntas filantrópicas creadas en beneficio de la humanidad doliente y necesitada, se hallan establecidas en Europa, y aunque acaban de crearse en España, en los pueblos donde no ecsistían, es de esperar que produzcan los mismos frutos que en Madrid, Barcelona, Valencia y otras poblaciones, donde ya las había y que con ellas veamos desaparecer de entre nosotros la haraganería y la miseria; la primera por el trabajo que por uno de los artículos de su creación deben procurar las juntas a cuantos se hallen en estado de trabajar, y la segunda por los alimentos sanos que deben distribuir a los impedidos y enfermos.