La Alcarria Obrera fue la cabecera más antigua de la prensa sindical en la provincia de Guadalajara en el siglo XX. Heredera del decimonónico Boletín de la Asociación Cooperativa de Obreros, comenzó a publicarse en 1906 y lo hizo ininterrumpidamente hasta que, en el año 1911, dejó paso a Juventud Obrera.

El odio de la burguesía y el terror al que fueron sometidas las clases populares provocaron su total destrucción: hoy no queda ni un sólo ejemplar de ese periódico obrero.

En 2007 recuperamos La Alcarria Obrera para difundir textos fundamentales y originales de la historia del proletariado militante, con especial dedicación al de Guadalajara, para que sirvan de recuerdo histórico y reflexión teórica sobre las bases ideológicas y las primeras luchas de los trabajadores en pos de su emancipación social.

17 de diciembre de 2008

Las ideas anarquistas en la práctica, de J. Grave

Juan Grave es un lúcido pensador anarquista especialmente conocido por su libro Las aventuras de Nono, una obra escrita para niños y jóvenes en la que expone con sencillez el ideario anarquista a través de las aventuras de su protagonista infantil en el país de Autonomía. Esta obra fue utilizada como libro de lectura en la Escuela Moderna de Francisco Ferrer Guardia y en otros muchos centros educativo libertarios o laicos, lo que la convirtió en un libro sobradamente conocido y reconocido. Sin embargo, Juan Grave también fue director de la revista ácrata Les Temps Nouveaux y autor de otros ensayos, entre los que merece destacarse La sociedad moribunda y la anarquía, de la que reproducimos uno de sus capítulos, según la edición del año 1904 de la editorial F. Sempere de Valencia.

Las ideas anarquistas y su practicabilidad
“Esas ideas son muy hermosas en teoría pero no son practicables; los nombres necesitan un poder ponderador que los gobierne y obligue a respetar el contrato social”. Esa es la última objeción que nos dirigen los partidarios del actual orden social cuando, después de haber discutido, se han quedado sin argumentos y demostrado que el trabajador no puede esperar ninguna mejora sensible para su suerte conservando los mecanismos del actual sistema social.
“Esas ideas son muy hermosas, pero no son practicables; el hombre no está bastante desarrollado para vivir en estado tan ideal. Para ponerlas en práctica sería necesario que el hombre hubiera llegado a la perfección”, añaden muchas personas sinceras, pero que, extraviadas por la evolución y la rutina, no ven más que las dificultades y no están bastante convencidos de la idea de trabajar por su realización.
Además, al lado de esos adversarios declarados y de los indiferentes que pueden convertirse en amigos, surge una tercera categoría de individuos, más peligrosos que los adversarios declarados. Esos se fingen entusiastas por las ideas; declaran en alta voz que no hay nada más hermoso; que nada vale la organización actual, que debe desaparecer ante las ideas nuevas, que son el fin al cual debe tender la humanidad, etc., etc. Pero añaden que no son practicables ahora; hay que preparar para ella á la humanidad, guiarla á comprender ese estado dichoso, y con pretexto de ser prácticos, tratan de rejuvenecer esos proyectos de reformas que acabamos de demostrar que son ilusorias; perpetúan las preocupaciones actuales, lisonjeándolas en aquellos á quienes se dirigen, y tratan de sacar el partido mayor posible de la situación actual en beneficio personal, y pronto desaparece el ideal para que lo sustituya un instinto de conservación del actual orden de cosas.
Desgraciadamente, es demasiada verdad que las ideas, objeto de nuestras aspiraciones, no son realizables inmediatamente. Es demasiado ínfima la minoría que las ha comprendido para que tengan influencia inmediata en los acontecimientos y marcha de la organización social. Pero eso no es una razón para no trabajar por realizarla.
Si estamos convencidos de que son justas, debemos tratar de llevarlas á la práctica. Si todo el mundo dice que no son posibles, y acepta pasivamente el yugo de la sociedad actual, es evidente que el orden burgués durará todavía largos siglos. Si los primeros pensadores que lucharon contra la iglesia y la monarquía, por las ideas naturales y por la independencia, y afrontaron la hoguera y el patíbulo, para confesarlas hubieran pensado así, todavía estaríamos en los tiempos de los conceptos místicos y los derechos feudales.
Gracias á que siempre hubo gente que no era práctica, pero que estaba convencida de la verdad, y trataron de hacerla penetrar con todas sus fuerzas por donde pudieron, empezando el hombre á conocer su origen y á deshacerse de las preocupaciones de autoridad divina y humana.
En su libro que realmente vale, Bosquejo de una moral sin obligación ni sanción, desarrolla Guyau, en un capítulo admirable, la siguiente idea: “El que no obra como piensa, no piensa por completo”. Es verdad. El que está bien convencido de una idea no puede menos de propagarla y de tratar de realizarla.
Muchas disputas se presencian entre amigos por causas fútiles, sosteniendo cada cual su parecer, sin más móvil que la convicción de que sostiene la verdad. Nada costaría, sin embargo, para complacer á un amigo, ó para no molestarlo, dejarle decir lo que quisiera sin aprobarlo ni censurarlo; si lo que sostiene no tiene importancia real para nuestra convicción, ¿por qué no le hemos de dejar decir lo que quiera? Muchas veces se procede así en la conversación, cuando se trata de cosas sobre las que no tiene uno opinión determinada, pero en cuanto se trata de una cosa sobre la cual ha formado uno juicio, aunque tenga poca importancia, disputa uno con el mejor amigo para sostener su opinión. Pues si obramos así por frivolidades, ¡cuánto mayor debe ser el impulso cuando se trata de ideas que interesan al porvenir de toda la humanidad, á la emancipación de nuestra clase y de nuestra descendencia!
Comprendemos que no todos pueden aplicar la misma fuerza de resistencia á la lucha, ni el mismo grado de energía para combatir contra las instituciones vigentes; no tienen el mismo temple todos los caracteres y temperamentos. Son tan grandes las dificultades, tan dura la miseria, tan múltiples las persecuciones, que comprendemos que haya grados en los esfuerzos para propagar lo que se cree verdadero y justo. Pero los actos son siempre proporcionales al impulso recibido y á la fe en las ideas. A veces le detendrán á uno consideraciones de familia, de amistad, de consideración del pan de cada día, pero cualquiera que sea la fuerza de esas consideraciones no deben hacer digerir todas las infamias que se vean; llega un momento en que se mandan á paseo todas las consideraciones para recordar que uno es hombre y que ha soñado algo mejor que lo que tolera. El que no es capaz de ningún sacrificio por las ideas que dice que profesa, no cree en ellas; las predica por ostentación, porque en un momento dado, están de moda, ó porque quiere justificar algún vicio con esas ideas; no confiéis en él, porque os engaña. Los que tratan de aprovecharse de las instituciones actuales diciendo que lo hacen para propagar las ideas nuevas, son ambiciosos que adulan al porvenir para disfrutar en paz de le presente.
Evidente es, pues, que nuestras ideas no son de inmediata realización, ya lo reconocemos, pero llegarán á serlo por medio de la energía que sabrán desplegar quienes las hayan comprendido. Cuanto mayor sea la intensidad de la propaganda, más cercana estará la realización. No las haremos germinar obligándonos á las instituciones actuales, ni ocultando nuestras ideas.
Para combatir esas instituciones, para trabajar por el advenimiento de las ideas nuevas, hay que tener energía, y esa energía no puede darla más que la convicción. Hay que encontrar hombres que trabajen por ellas.
Como las reformas, según creemos haber demostrado, no son aplicables, engañará á sabiendas á los trabajadores quien predique su eficacia. Además, sabemos que la fuerza de las cosas llevará infaliblemente á la revolución a los trabajadores; las crisis, los paros, el desarrollo mecánico, las complicaciones políticas, todo concurre á dejar á los trabajadores en la calle y á que se rebelen para afirmar su derecho á la existencia. Y puesto que la revolución es inevitable y las reformas ilusorias, no nos queda más que prepararnos á la lucha; eso es lo que hacemos, yéndonos directamente al objeto, dejando á los ambiciosos el trabajo de crearse situaciones y rentas con las miserias que piensan aliviar.
Aquí se nos presenta una objeción, nos dirán: “Si reconocéis que nuestras ideas no pueden llevarse ahora á la práctica, ¿no predicáis la abnegación de la generación presente en beneficio de las futuras al pedirle que luche por una idea cuya inmediata realización no podéis garantizar?”
No predicamos la abnegación; lo que hacemos es no forjarnos ilusiones acerca de los hechos, ni querer que se las forjen los entusiastas. Apreciamos los hechos como son, los analizamos y deducimos lo siguiente: Hay una clase que lo detenta todo y no quiere soltar nada; hay otra clase que lo produce todo y no posee nada, y no tiene otra alternativa que postrarse humildemente ante sus explotadores, aguarda con servilismo que le den á roer un hueso; que ha perdido toda dignidad y toda altivez, puesto que no tiene nada de lo que eleva á un carácter, ó rebelarse y exigir imperiosamente lo que se niega á sus súplicas. Para los que no piensan más que en su personalidad, para los que quieren gozar á toda costa y de cualquier modo, la alternativa no es agradable. Aconsejamos á éstos que se dobleguen á las exigencias de la sociedad actual, que en ella se busquen un rinconcito, que no miren donde ponen los pies, que no teman aplastar á los que los molesten, esa gente nada tiene que ver con nosotros.
Pero á los que creen que no serán libres de veras más que cuando su libertad no dificulte la de los que sean más débiles; á los que no podrán ser felices hasta que sepan que los goces que los deleitan, no cuestan lágrimas á algunos desheredados, á éstos les diremos que no es abnegación conocer que hay que luchar para emanciparse.
Comprobamos el hecho material de que únicamente la aplicación de nuestras ideas puede emancipar á la humanidad; ésta ha de ver si quiere emanciparse de una vez completamente, o si ha de haber siempre una minoría privilegiada que se aprovecha de los progresos que se logren a costa de los que se mueren a fuerza de trabajar para los demás.
¿Veremos resplandecer esa aurora? ¿Lo será la generación presente, o la siguiente, u otra más remota? Nada sabemos de ello, ni hemos de averiguarlo. Los que tengan bastante energía y corazón para querer ser libres, lo conseguirán.

15 de diciembre de 2008

Instrucción y educación, de Carlos Malato

La preocupación y la promoción de la enseñanza, por sus contenidos y por sus métodos didácticos, ha sido una de las señas de identidad del movimiento libertario, no con el objetivo de procurar una falsa igualdad de oportunidades sino como vía necesaria para la revolución social. Proyectos como la escuela de Cempuis, de Paul Robin, y de Yasnaia Poliana, de León Tolstoi, servían en las últimas décadas del siglo XIX como ejemplos de una escuela de inspiración anarquista, lejos del dogmatismo y del proselitismo. En esos mismos años, Carlos Malato escribió su libro Filosofía del anarquismo, en el que dedicaba un capítulo a la "Instrucción y educación", que reproducimos íntegramente en La Alcarria Obrera. En él se reflexiona sobre la instrucción, la educación y la formación del cerebro y del corazón de los niños de entonces y de siempre.

Existe, sin embargo, una rama que, aun en la sociedad más libertaria, exige una determinada suma de autoridad, y es la instrucción.
Ciertamente se abolirán los sistemas pedagógicos que reposan sobre la base de castigos corporales y amenazas terroríficas que torturan el cerebro y fatigan y abruman; pero no resulta de aquí que toda autoridad debe ser suprimida en las relaciones de los profesores con los alumnos, y que se puede conceder a niños ignorantes de todo la misma libertad que a hombres formales.
El verdadero precursor de la anarquía, Bakounine, dice que a los niños se les debe someter a una disciplina más atenuada, a medida que avanzan en edad. De este modo, cuando lleguen a la adolescencia, no encontrarán en sus maestros más que amigos y consejeros.
Esta racional progresión es la que ha señalado las fases de la existencia de los pueblos. Sometidos en su infancia al despotismo absoluto de la fuerza, se emancipan poco á poco, obtienen garantías y constituciones que mañana despreciarán hallándolas insuficientes. El derecho electivo reemplazará al derecho hereditario, y muy pronto la elección misma será juzgada incompatible con la autonomía de todos. El poder impuesto ó consentido desaparecerá.
La humanidad es, en efecto, un hombre que se perfecciona siempre y que jamás muere. El hombre es un resumen de la humanidad.
Es preciso no confundir la instrucción y la educación: esta última, que es la asimilación de las costumbres sociales, debe inspirarse en el más grande principio libertad. La instrucción, al contrario, como enseñanza de útiles conocimientos, pero áridos generalmente, supone un plan, un método que, por intenso que sea su atractivo, siempre será autoritario. Creemos inútil decir que nunca lo será tanto como ahora.
La enseñanza universitaria, en la que se pierde un tiempo precioso estudiando las lenguas muertas que encarnan la historia de los hechos y gestos de los soberanos, suministrando frecuentemente datos y fechas inexactas, que embota los cerebros aún no desarrollados de matemáticas aprendidas en el libro ó sobre la negra pizarra y no en la práctica diaria, esta enseñanza está, desde hace mucho tiempo y á pesar de las pseudo-reformas introducidas, condenada por todos los espíritus cultos. Resulta preferible la instrucción que se da en las escuelas profesionales. Es menos brillante pero más sólida, perdiéndose menos tiempo en el estudio de fórmulas latinas o matemáticas inaplicables. Sin embargo, hay que convenir en que esto no es más que un bosquejo de lo que será la enseñanza en el porvenir. El internado, fórmula de reclusión que tiene al alumno en la ignorancia del mundo exterior, se abolirá; los estudios serán lo más atractivos posible y estimulados insensiblemente en las horas de recreo; se sostendrá la emulación empleando distintos sistemas al de los castigos; se aprenderá la historia en la vida de los pueblos y no en la de los reyes; se enseñarán las lenguas vivas con preferencia á las muertas, y estas últimas aprendidas en sus raíces, en su mecanismo, no ya a través de podridos libracos de autores momificados en la noche de los siglos; las matemáticas serán enseñadas insensiblemente y de un modo práctico durante los momentos de distracción y de paseo; la geología será aprendida sobre el terreno, practicando divertidas excursiones; !a mecánica será ensenada en el taller con más frecuencia que en las tablas; los ejercicios corporales se harán paralelos á los estudios técnicos, y, por fin, como coronación, se enseñará la filosofía experimental, sintetizando todas las ciencias é iluminando á la humanidad en su marcha interrumpida hacia el progreso indefinido. Estas son, á grandes rasgos, las bases de la nueva enseñanza.
Los Estados Unidos, que no sufren nuestro viejo barbarismo universitario, producen más ingenieros que nosotros, más físicos, químicos, sabios de ciencia práctica, en una palabra, hombres verdaderamente útiles. Su sistema de enseñanza, puesto enteramente en relación con las modernas tendencias y depurado por el genio de las razas latinas, prevalecerá sobre las pedagogías del pasado.
La educación difiere de la instrucción. Dos individuos igualmente instruidos pueden ser uno un animal orgulloso, otro un hombre modesto y servicial.
La educación comienza en la cuna y puede decirse que continúa durante toda la vida, porque el medio social se modifica indefinidamente, y las ideas que se reciben y las costumbres contraídas sufren forzosamente una modificación. Es evidente que ejercerá menos influencia en un viejo cuyas ideas han echado hondas raíces, aferrado á sus costumbres, que en un niño de espíritu despierto, de ingenua y confiada imaginación.
La verdadera educación no debe ser la enseñanza de convencionalismos mas ó menos ridículos y de fórmulas aprendidas sistemáticamente, sino el desenvolvimiento normal de las aptitudes y la adaptación al medio social; el enderezamiento de propensiones peligrosas legadas por herencia ó más bien por desviación, de modo que se las pueda utilizar; porque hay que advertir que, aun los defectos, como son orgullo, avaricia, cólera, pueden, orientados de cierto modo, volverse en provecho de los individuos y de la sociedad entera. Debe, sobre todo, dirigirse á hacer del niño un hombre libre, teniendo conciencia de su libertad, considerando su independencia y su bienestar como íntimamente ligados á la independencia y al bienestar de sus semejantes.
La primera educación comienza á recibirse por los ojos. Los sentidos se despiertan mucho antes que la razón. Importará, pues, que el niño no tenga jamás ante su vista ningún espectáculo degradante, como por ejemplo, el padre y la madre que se humillan ó se maltratan, camaradas golpeados por sus padres, delaciones, aunque sean pueriles, terror ante un peligro real ó imaginario.
El amor propio y el espíritu de solidaridad son dos sentimientos que conviene despertar y desenvolver paralelamente en el niño, corrigiendo uno lo que pueda tener de excesivo el otro. Mientras que el cristianismo predica la degradante resignación, “presentar la mejilla izquierda después de haber dado la derecha”, el individuo, viviendo en el seno de una sociedad anarquista, no debe sufrir la menor molestia en su imprescriptible derecho de ser libre. Mientras que la palabra de orden de la burguesía es “cada uno para sí, y Dios para todos”, bestial egoísmo que no garantiza la digestión de los ahítos contra la turbulencia de los famélicos, la divisa del comunismo es: “Todos para uno y uno para todos”.
La curiosidad, que es insoportable cuando se ejerce á costas de otro, dirigida en un sentido científico, será un precioso estímulo para el espíritu de iniciativa. Conducirá á sostener la actividad que los pesimistas temen se extinga en una sociedad en la que los hombres ahítos de bienestar podrán, sin gran suma de trabajo, satisfacer todas sus necesidades.
La emulación, necesaria para mantener el progreso, obrará sobre los niños y los hombres; se alimentará por medio de la satisfacción moral, é igualmente ese otro sentimiento, quizás menos perfecto, pero así y todo necesario: la vanidad, No se puede, pues, bajo el pretexto de una estrecha igualdad, destruir toda iniciativa individual y cortar las alas al genio. Sí es falso pretender que un sabio tenga derecho á privilegios y distinciones negadas al carpintero ó al albañil, la admiración es un sentimiento que no se puede ni se debe proscribir. Admirar los versos de un poeta, las cinceladuras del joyero, las formas de un sastre y los muebles del ebanista, no puede turbar la paz social ni herir en nada los sentimientos igualitarios.
Con su carácter artístico, la raza latina siente más entusiasmo que otras por las obras atractivas y bellas. La raza sajona, al contrario, da la preferencia á la utilidad. Un cuadro admirado por los franceses lo desdeñarán los americanos, prefiriendo una cosa útil perfeccionada. De estas distintas tendencias se formará, cuando el comunismo haya internacionalizado los pueblos y fusionado las costumbres, un justo medio, una resultante.
Las razas tienden á equilibrarse. Las cualidades ausentes en unas existen en otras hasta el exceso. Los pueblos latinos están dotados de una vivacidad de sentimientos de que las naciones sajonas, más rígidamente sabias.
¡Qué diferencia entre el flemático inglés y el ardiente napolitano traduciendo todas sus impresiones por medio de gritos, risas y llantos, y con el juego de su movible fisonomía!
Proscribir la pasión como lo sueñan algunos desenfrenados sectarios, seria proscribir la vida misma, hacer, según la máxima jesuita, del ser humano un cadáver. Ciertamente habrá necesidad, cuando se aproxime la tempestad que barrerá el mundo burgués, de guardarse del sentimentalismo; pero al día siguiente de la crisis el sentimentalismo revivirá. Es una ley natural la que quiere que los excesos contrarios se sucedan antes del restablecimiento del equilibrio. Hasta que la revolución no haya terminado su obra los campeones de la nueva sociedad tendrán que acorazarse el corazón. Frecuentemente, las efusiones de piedad, los desbordamientos intempestivos de ternura, han hecho perder la batalla, conduciendo al proletariado á la matanza, saludado por las aclamaciones de filántropos á lo Julio Simón. Pero después, cuando el bienestar sea general, y ya no existan papas, reyes, emperadores ni gobiernos de ninguna clase y las luchas del pasado no sean más que un recuerdo histórico, se experimentará lo bueno que es vivir amándose; y el nuevo estado social conducirá á una explosión de sentimentalismo, pero no de ese sentimentalismo hipócrita que prevaleció durante el siglo XVIII entre las falsas pastoras de Tríanón, no ese sentimentalismo bestial que al día siguiente de la victoria supo la burguesía inculcar al pueblo ignorante.
Lo que se manifestará entonces en toda su amplitud, será ese sentimiento, más entrevisto hasta ahora que realizado, é irrealizable además en nuestra sociedad podrida: la fraternidad.

13 de diciembre de 2008

Las colonias anarquistas, de Eliseo Reclus

Eliseo Reclus es, junto a Piotr Kropotkin, el mejor representante de un anarquismo científico, sostenido sobre la razón humana y el estudio de las sociedades y, por eso mismo, el mejor ejemplo de un científico que, por razón de su conocimiento, está comprometido con la humanidad: nada humano le es ajeno. Su influencia en la comunidad científica de su tiempo, postulando una Geografía social frente a la Geografía regional de Vidal de la Blanche, y su eco popular, a través de numerosas ediciones y traducciones de sus obras entre los que destaca la enciclopédica El hombre y la tierra, no es inferior a su activa presencia en la prensa libertaria del último tercio del siglo XIX. Aquí presentamos uno de sus textos ideológicos, en el que analiza las colonias anarquistas que, entonces y ahora, se fundan con la esperanza de vivir, aquí y ahora, una vida mejor en un mundo mejor.

Hace poco tuve el gusto de asistir á la representación de La Clairiere, de Lucien Descares y Maurice Donnay, lo que me causó una alegría que hacía muchos años no había sentido en el teatro, y esta vez, á la verdad, menos por la obra que por los espectadores, que me parecieron conmovidos en lo más hondo de sus sentimientos, y esto no sólo los del paraíso, sino todos en general. Con simpatía profunda, con palpitante ansiedad miraban todos los clairiere anarquista, tan diferente, á lo menos en sueño, de los turnos infectos ó la tiránica boite en que se consume la vida en esta sociedad; todos elevaban su ideal hacia una sociedad decente y honrada, y cuanto más altas y dignas eran las palabras que oían, mejor parecían comprenderlas. Por algunas horas los burgueses, los hartos, los medrosos, arrojaban lejos de sí sus anejas preocupaciones y su trasnochada moral; se despojaban del hombre viejo.
No haré la crítica de la obra; no señalaré sus méritos ni sus defectos: muchos compañeros lo han hecho con nimia sagacidad y con simpatía hacia los autores; por mi parte no siento necesidad de analizar sutilmente mis placeres: lo que me interesa es el asunto, que tan profundamente nos ha conmovido á todos. Este claro que ha desaparecido de nuestra vista como un miraje del desierto, ¿reaparecerá de modo más duradero? En medio de esta sociedad mala, tan torpemente incoherente, ¿llegaremos á agrupar los buenos en microcosmos distintos, constituyéndose en falanges armónicas, como quería Fourier, de modo que la satisfacción de los intereses individuales coincidan y se ajusten perfectamente con el interés común, rimando sus pasiones en un conjunto á la vez poderoso y pacífico, sin que nadie experimente por ello el menor sufrimiento? En una palabra, ¿crearán los anarquistas Icarias para su uso particular del mundo burgués?
Ni lo creo ni lo deseo.
Nuestros enemigos nos aconsejan con buena voluntad y mala intención que nos alejemos de la sociedad burguesa y pongamos el Océano entre ella y nosotros; nos animan á hacer nuevos experimentos de utopía, en países con la doble esperanza de desembarazarse de nosotros y de exponernos al ridículo de nuevos fracasos: se ha llegado hasta hacer la proposición seria y formal de embarcar todos los anarquistas declarados y conducirlos á una isla de la Oceanía, que se les regalaría, á condición de no salir jamás de ella y de acostumbrarse á la vista de un barco de guerra que apuntase continuamente sus cañones al campamento.
¡Muchas gracias, amables conciudadanos! Aceptamos vuestra “Isla Afortunada”, pero á condición de ir á ella cuando nos plazca, y entretanto quedamos en el mundo civilizado, donde, evitando vuestras persecuciones del mejor modo posible, continuaremos nuestra propaganda en vuestros talleres, fábricas, heredades, cuarteles y escuelas; proseguiremos nuestra obra donde nuestra esfera de acción sea más extensa, en las grandes ciudades y en las campiñas populosas.
Pero aunque no pensemos en retiramos del mundo para fundar una especie de Ciudad del Sol, habitada únicamente por elegidos, no hay duda que durante el curso de nuestra lucha secular contra los opresores de toda categoría, tendremos repetidas ocasiones de agruparnos temporalmente, practicando el nuevo modo de respeto mutuo y de completa igualdad. Las peripecias mismas de la lucha nos agruparán frecuentemente á la fuerza, y en estos casos es imposible que nuestras sociedades no se constituyan conforme á nuestro ideal común.
Puedo citar como ejemplo la “comuna de Montreuil” y otros varios ensayos que pueden animarnos poderosamente. Lo imprevisto no dejará de ayudarnos en nuevas y favorables ocasiones, y gracias á la creciente fuerza colectiva que nos dan el número, la iniciativa, la fortaleza moral, la clara comprensión de las cosas; gracias también á la penetración gradual de nuestras ideas lógicas en el mundo enemigo, veremos realizarse cada vez con más frecuencia obras de toda clase: escuelas, sociedades, trabajos en común que nos aproximarán al ideal soñado. Ciego es quien no vea el trabajo subterráneo que se efectúa y cristaliza, como hecho consumado, en sentido libertario, en cada familia y en cada grupo de individuos, legal ó espontáneo.
Por lo demás, nada nos cuesta reconocer que, hasta el presente, casi todas las tentativas formales de establecimiento de colonias anarquistas en Francia, Rusia, Estados Unidos, Méjico, Brasil, etc., han fracasado, como La Clairière, de Descares y Donnay. ¿Podía ser de otro modo, cuando las instituciones del exterior, unión y fraternidad legales, subordinación de la mujer, propiedad individual, compras y ventas, empleo del dinero, habían penetrado en la colonia como malas semillas en un campo de trigo? Sostenidas por el entusiasmo de algunos, por la belleza misma de la idea dominante, pudieron durar algún tiempo esas empresas, á pesar del veneno que las consumía lentamente; pero á la larga hicieron su obra los elementos disgregantes, y todo se hundió por su propio peso, sin necesidad de violencia exterior.
Aun cuando los desorganizadores, introducidos por dos escritores en La Clairiere, el borracho, el ladrón, el perezoso, el escéptico, el adúltero, el mercader y el denunciador, no hubiesen estado en el número de los socios, no por eso hubiera dejado de predecir la ruina de la colonia, después de un período más ó menos largo de decadencia y languidez, porque el aislamiento no queda impune: el árbol que se trasplanta y que se pone bajo cristal, corre peligro de perder su savia, y el ser humano es mucho más sensible aún que la planta. La cerca puesta alrededor de sí por los límites de la colonia, es letal; acostumbrase á su estrecho medio, y de ciudadano del mundo que era, empequeñecerse gradualmente á las mínimas dimensiones de un propietario; las preocupaciones del negocio colectivo que lleva entre manos, estrechan su horizonte; á la larga se convierte en un despreciable gana/dinero.
En la época en que los mismos revolucionarios se cobijaban bajo el manto de la Iglesia católica, viéronse frecuentemente monjes rebelados contra el mundo de los opresores, salir de él ruidosamente para entregarse al trabajo y participar fraternalmente de la miseria del pueblo; pero es regla general y absoluta que los monasterios fundados por fanáticos de justicia y de verdad, no guardaron jamás su entusiasmo y su celo inicial, y acabaron siempre por convertirse en abrigo de parásitos, lo mismo que todos los conventos.
La consecuencia es que por ningún pretexto ni interés de ningún género debemos encerrarnos: es preciso permanecer en el amplio mundo, para recibir de él todos los impulsos, para tomar parte en todas las vicisitudes y recibir todas las enseñanzas. Retirarse unos cuantos amigos al campo para pasearse y hablar de las cosas eternas á la manera de los discípulos de Aristóteles, es abandonar la lucha, y como dice Lucrecio, soltar la positividad de la vida para coger una ficción de ella. Nuestros amigos de la “Joven Icaria”, en los Estados Unidos del Oeste, parecen haberlo comprendido perfectamente: herederos de las tradiciones comunistas de la antigua Icaria comprendieron felizmente que las celosas reglamentaciones antiguas y toda la logomaquia de estatutos y leyes sólo sirven para crear enemistades y rebeldías, y, declarándose anarquistas, “hacen lo que quieren”, es decir, trabajan fraternalmente para el bien común, que es al mismo tiempo para su provecho personal; pero su campaña, por dulce y buena que sea para los viejos cansados de las luchas y amantes del reposo, parece insípida para los jóvenes ardientes que necesitan la práctica de las cosas, la ruda experiencia de la vida, los conflictos que forman el carácter y que permiten conocer los hombres. Vanse, pues, alegremente á engolfarse en el mundo, llevando siempre el consuelo de saber que si la adversidad los persigue y la miseria les aprieta, pueden volver cerca de sus viejos amigos, donde tendrán pan, aire puro y palabras amistosas para reconfortarse moral y materialmente.
En realidad, aquellos de nuestros compañeros á quienes seduce la idea de retirarse del mundo en algún paraíso cerrado, tienen la ilusión de que los anarquistas constituyen un partido fuera de la sociedad, lo cual es absolutamente erróneo. Gozamos y nos apasionamos en la práctica de lo que juzgamos igualador y justo, no solamente entre nuestros compañeros, sino entre todo el mundo. La humanidad es mucho más grande que la anarquía en su más elevado ideal. ¡Cuántas cosas ignoradas aún nos serán reveladas por el estudio profundo de la Naturaleza; por la amorosa solidaridad hacia todos los hombres, con todos los desgraciados que han sufrido como nosotros la influencia del medio incoherente que queremos restaurar bajo su forma armónica! En nuestro plan de existencia y de lucha, no es la capillita de los compañeros lo que nos interesa, es el mundo entero. Nuestra ambición consiste en conquistar para la verdad todo el planeta, con amigos y enemigos, hasta aquellos á quienes una educación funesta, todo el atavismo de las castas y el virus de las iglesias, han agrupado y armado para caer como fieras contra la verdad.